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¿Qué será de nuestro hijo cuando nosotros faltemos?

JESÚS MÁLAGA: ‘Desde el balcón de la Plaza Mayor’ (Memorias de un alcalde)
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Varios escolares salmantinos en el aula. (Archivo)

[dropcap]E[/dropcap]sta era la pregunta angustiosa más oída por los profesionales que hace treinta años nos dedicábamos al diagnóstico, pronóstico y tratamiento de los graves trastornos del lenguaje, el habla, la voz y la audición, después de informar a los padres de la enfermedad discapacitante y de las secuelas que de por vida acompañarían al paciente que acabábamos de explorar.

Eran otros tiempos, otros años, pero no tantos como para no recordarlos. En la década de los setenta del pasado siglo, hace cuarenta años, los esfuerzos de los profesionales, de las instituciones y de cuantos estábamos interesados en la discapacidad iban dirigidos a la escolarización de los niños que hasta entonces se quedaban en casa, cuidados, la mayoría de las veces, por la madre, que se enterraba en vida con el hijo discapacitado intelectual, sordo profundo, paralítico cerebral o autista.

Aquellos trabajos dieron como fruto la apertura en España de centros de Educación Especial que llenaron la geografía de nuestro país. En Salamanca se abrió por la Diputación Provincial el Centro Reina Sofía. En sus comienzos Pepe Santos Borbujo, María Luisa Cerceño, Elisa Moneo, Carmen García Rosado y yo componíamos el equipo médico psicológico. En la implantación de la escolarización para discapacitados hubo errores que en la década de los ochenta fueron corregidos, pero también hubo avances espectaculares. Se comenzó a hablar de los discapacitados, niños que estaban en la sociedad, pero que se mantenían al margen, ocultos. Era hasta entonces un problema invisible.

Como siempre ocurre con las modas, también en educación, los excesos están a la orden del día. Niños con fracaso escolar, con dislexia o disgrafía eran escolarizados en centros de discapacitados, entonces llamados incorrectamente de subnormales. He conocido, y en ocasiones publicado, casos de niños sordos matriculados en estos centros de educación especial enviados desde la escuela porque no hablaban o lo hacían con dificultad, escolarización que se llevaba a cabo sin que se les hiciera una simple audiometría para detectar la hipoacusia.

Los problemas no surgían solamente por la existencia de algunos casos de incorrecta escolarización, también se cometieron errores por exceso en la fragmentación escolar a la hora de abrir centros de enseñanza especializada. Algunos de esos excesos los hemos heredado y persisten hoy día. Los sordos, los ciegos, los discapacitados intelectuales, los paralíticos cerebrales recibieron desde entonces una educación diferenciada, exclusiva, alejada de los capacitados. La deriva fue demasiado lejos, en aquellos tiempos se oían voces para que se abrieran centros específicos para cuantas patologías producían discapacidad. Todo valía para una escolarización diferente.

Coincidiendo con los años de la transición española la pedagogía de nuestro país dio un ejemplo de renovación y de puesta al día. Fueron los años de las “escuelas de verano” y de las primeras experiencias en la integración de discapacitados, cuando los maestros y profesores de enseñanza infantil, primaria y media intercambiaban modos de intervención novedosos, y en los que otros profesionales procedentes del mundo de la psicología, la psicopedagogía y la medicina éramos invitados a participar, formando con ellos equipos de diagnóstico y tratamiento que con el tiempo darían lugar a los equipos de orientación psicopedagógica actuales.

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