¿No habéis sentido un ligero cosquilleo en la espalda cuando, en vuestros recorridos por el campo, habéis visto una culebra? Yo también.
En muchas personas, sobre todo femeninas, hay una fobia incurable por estos reptiles. ¿No será por el reflejo del relato bíblico del perdido Paraíso Terrenal? ¿O un instinto atávico heredado desde el lejano Paleolítico?
Y sin embargo, los ofidios no son sino otros animales más, que andan, mejor dicho, se arrastran por el suelo buscando que comer, o donde esconderse. ¡Como todo el mundo! Pero su fama bíblica hace de ellos unos seres temidos y despreciados, perseguidos por el Hombre… ¡injustamente! No hay más que recordar el bien que hacen sus venenos, sabiamente administrados, en muchas enfermedades. Por ello están en el símbolo de la Farmacopea.
¿Cuántas leyendas se habrán forjado a partir de estos reptiles?
En el pueblo de mis padres, la abulense Casavieja, contaban, siendo yo niño, que una culebra robaba la leche a un niño, agarrada nada menos que al pecho de la madre, sin que ella lo supiese, mientras dormía. La exuberante mamá no comprendía por qué su niño estaba cada día más delgado… Hasta que un día vieron a la ladrona. Por supuesto, esta historia no hay quien se la crea. Quizás su origen está en alguna que sorprendieron emborrachándose con un biberón o dentro de un cántaro lácteo… No sé. El caso es que en el pueblo, y no sé si en más sitios, se decía aquello de «… te gusta esto, más que la leche a las culebras«.
Mi afición a las Ciencias Naturales explotó cuando estudiaba los primeros cursos del bachillerato. Había un buen muestrario de frascos en la vitrinas de mi instituto, el Cervantes, de Madrid, heredero en cuanto al local y pertenencias del instituto Alemán, cuando estaba en la calle Fortuny. En ellos se guardaban multitud de especímenes de peces, anfibios y reptiles. Pero esa curiosidad mía había nacido antes, en aquel campamento al que asistí con 9 años, donde muchos tenían un lagarto por mascota.
Y yo aprendí a no tenerles miedo a los reptiles contemplándoles en aquellos frascos. Durante los veranos, en Casavieja, organizaba partidas de caza de lagartos, ranas y lagartijas por los alrededores, ayudado por mis primas Marisa, Tere, Nines, Merche y, algunas veces, Pepito. Un día, en una «caldera de Pedro Botero» –que es como llaman allí a las marmitas de gigante–, llena de agua verdosa, metí la mano, toque algo, lo saqué y era… ¡una culebra de agua! Mi inmediata reacción, lo confieso, fue tirarla lejos, entre los gritos pavorosos de mis primas. Tendría yo 12 o 13 años y aquello me dio mucha fama en el pueblo. ¡Emilín y sus bichos! ¡Ya os contaré mis barrabasadas de entonces!
Después, ya más crecidito, en mis marchas solitarias por la Sierra de Gredos, tuve ocasión de encontrarme con los reptiles, sobre todo hacia las pedregosas cumbres, donde no eran raras las víboras, pequeñas y con su cabeza triangular. Nunca pasó nada, por el respeto mutuo que nos teníamos. Yo ya no era aficionado a los bichos, sino a las piedras.
¿En cuantas ocasiones me encontré con ofidios? En muchas. Y en todas sentí la natural repulsión, seguida inmediatamente por mi admiración por su culebreo y por su forma de vida, incomprendida, temida y combatida…
Estando en Coca (Segovia), extrayendo de su encierro pétreo un rinoceronte miocénico, marchábamos hacia el yacimiento José Nicolau y yo. Él iba detrás de mí por el sendero entre los pinos cuando, me gritó muy alarmado: una víbora había pasado entre mis pies, sin yo percatarme. No ocurrió nada, pero… ¿y si la hubiese pisado sin querer…?
Otra vez, entre San Morales y Huerta, en Salamanca, lo que estaba sacando era un magnífico ejemplar de tortuga, aquel que tiene una mandíbula de cocodrilo debajo y que fue estrella en muchas exposiciones… Estaban conmigo, aquel día de mayo del 83, Toñín Arribas Rosado, hoy un gran geólogo, como lo fue su padre, y su hermana Merceditas, a la que nunca olvidaremos: ¡se fue tan joven! En una acequia encontramos una culebra de agua, que no podía salir. La cogí, la metí en una bolsa y me la lleve a casa. Tenía por entonces un acuario, y allí la coloqué. Era mi intención ver sus reacciones con los peces, pero el resultado fue de total indiferencia, seguramente por el miedo que el pobre animalito tendría. Lo que yo no esperaba fue la reacción de Pili, que me dijo que ya estaba quitando aquello de allí, preocupada porque la mujer de la limpieza, que vendría el lunes, se fuese despavorida. De modo que a la mañana siguiente la lleve al Tormes y allí la solté…
¿Tuvo miedo mi Pili? Pues no. Veréis. En cierta ocasión íbamos los dos andando entre encinas, cuando, al pasar por debajo de una, cayó de lo alto, muy cerca, un gran bastardo de más de un metro de longitud. ¡Fue un susto, pero nada más! Otra mujer, y puede que muchos hombres, hubiesen salido corriendo, pero Pili no. ¡Curiosamente, sólo tenía fobia por los plumíferos! ¡Se le erizaba el vello cuando veía cerca una gallina!
El 31 de mayo de 1988 se inauguró en el Claustro del Edificio Noble de la Universidad de Salamanca, la Sala de las Tortugas, mi Sala. Asistieron, por parte del Museo Nacional de Historia Natural de París, France de Lapparent y Roger Bour.
Al día siguiente France volvió a París y organicé una excursión con Roger Bour a la Peña de Francia. Al pasar por el puente sobre el Alagón, Roger me dijo que parásemos un momento. Bajamos todos a la orilla del río, y ante el asombro de los demás, en un plisplás, cogió una culebra de agua.
Pero ese asombro fue aún mayor para mí, porque mi valiente Pili, a quien aterrorizaban las gallinas, se acercó al reptil ¡Y ACARICIÓ SU CABEZA! ¡Esa era mi Pili!
2 comentarios en «Culebras»
Vaya, intrépido desde pequeño. Lo que no me esperaba era lo de Pili… Un abrazo, amigo
Pues sí. ¡Una mujer calladita, pero muy valiente!