[dropcap]O[/dropcap]tro de los grandes objetivos conseguidos desde finales del siglo XX en España ha sido la visibilidad de la discapacidad. Los que nos dedicábamos a este mundo éramos conscientes de que la sociedad debía dar un paso más en el reconocimiento de la existencia en su seno de personas distintas, que precisaban de apoyo y de ayuda, pero que también podían aportar su trabajo y su experiencia.
Era el momento de salir de casa y hacerse presente. Aparecieron miles de sillas de ruedas por las calles. Durante unos años extrañaron, hoy a nadie le produce asombro o desconcierto.
Solucionados los problemas más acuciantes, los profesionales reclamábamos la atención asistencial para los pacientes afectados de grandes discapacidades: los profundos y severos. El Estado organizó una red de centros distribuidos por cada una de las provincias. En Salamanca funcionan dos: uno en Béjar, Monte Mario, y otro más en Salamanca capital, en la zona de La Salle.
La apertura de estos centros solucionó el problema a un gran número de familias que se veían impotentes para atender a las necesidades de sus hijos. Este avance supuso un gran desembolso económico para el Estado, pero también la oportunidad de crear puestos de trabajo. En el de Salamanca más de 120 trabajadores atienden a un centenar de pacientes. Hoy estos centros están trasferidos a las comunidades autónomas.
Cada vez que se solucionaba un problema en el mundo de la discapacidad, quedaba de manifiesto una nueva necesidad. Faltaban lugares para el tratamiento y la atención de sujetos afectos de multidiscapacidades. Ceguera, sordera, trastornos cognitivos, alteraciones motoras, patologías endocrinológicas y muchas otras pueden aparecer aisladas pero, desgraciadamente, no es infrecuente que aparezcan unidas a la discapacidad intelectual.
Muchos de estos casos precisan de tratamientos específicos que hoy, en España, gracias a organizaciones como la ONCE, se pueden tratar con éxito.
Pero la escolarización, la integración, los talleres, la preparación para el trabajo, la visibilidad, los centros para severos y profundos y la atención de plurideficientes, todo ello, con ser mucho, no era suficiente. Había que dar un paso más en la convivencia, y así surgieron las residencias, los pisos de acogida, los centros de ocio y los de respiro para las familias. Todo ello dentro de un fenómeno imparable. Cada mes, cada año surgían nuevas formas de acceder y atender al discapacitado y a sus familias. Las asociaciones de padres se pusieron al frente de estas iniciativas de una forma decisiva y con gran éxito.
La atención a los discapacitados en España ha pasado en un corto periodo de tiempo, menos de cuarenta años, de una posición tercermundista a ocupar uno de los primeros lugares de Europa y, por supuesto, del mundo. Solamente tenemos una asignatura pendiente, que también la tiene el resto de los países desarrollados, la atención a los enfermos mentales.
El nacimiento en el último tercio del siglo XX de la antipsiquiatría y, como consecuencia, el cierre de psiquiátricos en cada una de las provincias españolas, ha dejado en la calle a muchos pacientes que deberían ser tratados en centros de internamiento para crónicos y no sólo en las unidades para agudos.
Sin ningún medio puesto a su disposición, los familiares más directos de los enfermos psiquiátricos tienen que soportar comportamientos violentos y de indisciplina para los que no están preparados. El cierre de los psiquiátricos se ha producido sin que las instituciones hayan abierto suficientes lugares alternativos para el tratamiento del enfermo mental. De cara al futuro debemos ser conscientes y solidarios, sabiendo que todavía nuestra sociedad tiene al paciente psiquiátrico pendiente de solución.
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