Opinión

Watergate

El exministro del Interior, Jorge Fernández Díaz.

Según los test que miden la calidad de los sistemas democráticos, o al menos según algunos de esos test, nuestra democracia es de primera.

Según los test que miden y midieron la solvencia y honestidad de nuestras instituciones financieras, estas eran solventes, honestas y fiables. No solo las nuestras sino algunas más.
Poco tiempo después de ese dictamen, descubrimos de sopetón que lo que nos tenían preparado, empaquetado, y listo para servir esas instituciones solventes, honestas y fiables (según opinión experta de los organismos calificadores) era una estafa financiera que hizo historia y diseñó nuestro presente, tanto en el plano político, como en el social y el económico.

Es lo que los más finos llaman «crisis» o asépticamente «Gran recesión». Los profanos lo siguen llamando estafa.

De tal despiste calificador de los expertos se alimentan aún nuestros recortes de derechos y el empoderamiento imparable de los que nos estafaron. Lejos de ser penalizados han sido premiados con el premio gordo. De momento nadie ha explicado esa paradoja.

Esta experiencia traumática sobre la fiabilidad de los test y la credibilidad de sus calificaciones, introduce muchas dudas sobre la naturaleza o intereses de los órganos vigilantes y/o de los expertos. ¿Vigilan invigilando?
Algunos incluso sospechan que colaboraron (o aún colaboran) en el engaño.

Deberíamos ser más escépticos, sobre todo cuando los hechos palpables y cotidianos apuntan de manera reiterada en la dirección contraria: una democracia de escasa calidad y empeorando.

Mas allá de la corrupción política y económica prodigada a raudales durante décadas en nuestro país, los diversos episodios conocidos hasta ahora sobre el turbio funcionamiento de nuestras «cloacas» institucionales, con implicados del más alto nivel político, daría en una democracia efectivamente «normal» (de aprobado raso) para media docena Watergate.

Para que tal respuesta normal y homologable fuera posible, se necesitaría que determinadas instituciones fundamentales en el funcionamiento de una democracia sana, cumplieran su cometido. También que la historia del Watergate fuera un aliciente de emulación, por ejemplo.

En el presente caso no puede tildarse de especulación lo que quedó grabado:
Un ministro del interior aparece animando (desde la sombra entrevista de esos tugurios) a elaborar expedientes tóxicos contra sus rivales políticos, y confiesa (en esa grabación) que «el presidente lo sabe». Esa es la trama registrada.

Una policía «patriótica» (en realidad una mafia incrustada en la policía) que según todo parece indicar se esforzaba por desviar la acción de la justicia contra la corrupción del partido en el gobierno, y que no contentos con esa labor mercenaria y antipatriótica, obstructiva y delincuente, se empleaban también en fabricar informes falsos para desacreditar a PODEMOS y sus dirigentes, incluido el robo de material personal y un posible uso de fondos reservados (públicos). Y esto en connivencia con algunos medios económicos y de comunicación.

Está claro que esos comportamientos son más propios de un régimen totalitario y corrupto que no de una democracia que merezca un diez. Digan lo que digan los test calificadores.

Con la quinta parte de esos detritus, que ya se acumulan en estratos, el caso Watergate se puso en marcha y Nixon acabó en el basurero de la Historia.

Hay un dato alentador: las matriculaciones en las escuelas de periodismo (USA) alcanzaron en 1974 un máximo histórico. He ahí una respuesta sana frente a una patología morbosa que amenaza con destruir la democracia.

La pregunta es: ¿Por qué PSOE, PP, y CIUDADANOS (la «Gran coalición») se opusieron a que Villarejo compareciera en el Congreso para dar cuenta de lo que sabe o dice saber? ¿Por qué el silencio actual?

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