Opinión

Amapolas

[dropcap]H[/dropcap]ay veces en que una imagen nos hace recordar otra ligada a un suceso de nuestra vida. Puede ocurrir con otros sentidos –olfato, gusto–, pero es más frecuente con la vista.

Por ejemplo, hasta hace pocos años, al llegar la primavera sentía un algo especial, indefinible, que me recordaba un día de mi niñez en que mi hermano Pepe me llevó a un sitio en la Ciudad Universitaria de Madrid, y leí un tebeo –ahora se llaman comic– del Caballero de las Tres Cruces. La impresión, el olor de las flores silvestres, la primavera en fin, fue tan fuerte que no se me ha borrado. Y aquel aroma indefinible de primavera, año tras año, me llevaba a aquel momento. Pero desde hace algún tiempo –debe ser por algún tipo de alergia– el olfato no me ayuda. ¡Qué se le va a hacer!

Pero no es de eso de lo que quería hablaros hoy. El caso es que hace unos días leí un poema, acompañado de unas fotografías, de Armando Manrique Cerrato. Este gran amigo conjuga en sí la gran tradición de las armas y las letras, que tantísima gloria ha dado a nuestra España. El poema se llama «Entre las espigas» y puede verse en su blog literario y fotográfico.

La fotografía que encabeza el poema me impactó súbitamente, abriendo mi mente al recuerdo del maravilloso cuadro que Claude Monet pintó allá por 1873: «El campo de amapolas«.

¿Por qué este cuadro impresionista me «impresionó» tanto?

Pues veréis. El 2 de octubre de 1967 había llevado a mi Pili, que estaba por entonces embarazada –según los cálculos le faltaban 15 días para alumbrar–, y a mi hijito Tito –que aún no andaba–, a pasar un rato en los alrededores de Salamanca. Recuerdo el lugar perfectamente, en la carretera de Toro. Al regresar a casa Pili me dijo que se sentía mal, como si hubiese cogido un catarro con el frescor de la tarde.

Como no era cosa de juego llamé a «nuestro» ginecólogo, mi gran amigo Isaac Martín. Eran las 9 de la tarde cuando vino a casa, vio a Pili y me dijo: «¡Que no es un catarro! ¡Que se ha adelantado! ¡Corriendo a la clínica, que ya viene!».

De modo que, corriendo, busqué donde dejar a Tito, cogimos el 2CV los dos solos, y ¡a la clínica!, que estaba al lado de la iglesia de San Juan de Sahagún. Por aquellas fechas se podía aparcar por todos partes sin ningún problema. ¡Qué tiempos!

A poco de llegar nosotros Isaac me soltó que, dadas las prisas, había problema de personal y que tenía que ayudar en el parto.

– ¿Yooo? ¡Que me mareo solo de pensarlo! ¿Qué tengo que hacer? – sollocé.

¡Nada, hombre! Tú la abrazas y no mires hasta que te diga. ¡Va a ser muy cortito! ¡Ya verás como todo sale bien! – insistió.

Y efectivamente, la cosa fue muy cortita. Al segundo empujón –sin epidural–, nació José Santos. Eran las 21,50 de aquel bendito 2 de octubre de 1967. Miré y le vi todo sucio, vi como le daban un azote y oí su primer grito. Fue la única vez que participé en un parto. A Tito y a Pedro les conocí ya limpios y perfumados, como es habitual para un padre. También tuvieron sus anécdotas, que puede que cuente algún día.

¿Y qué tiene que ver todo esto con «Las amapolas«? ¡Calma, que ahora viene! Llevaron a Pili y a José Santos a una habitación y me dejaron acompañarles. No fue una noche muy tranquila. ¡No! A la mañana siguiente, ya más calmado, vi que en la pared de aquella habitación había una copia, un grabado, del cuadro. ¡Fue una gran impresión, que no se me ha borrado! ¡Lo asocié, desde entonces, a aquel día en que ayudé a nacer a mi hijo! ¡Con razón su autor es «impresionista»!

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