[dropcap]T[/dropcap]odos, o casi todos –dejémoslo mejor en muchos–, tenemos en nuestra mente, a veces muy oculto, un plato que identificamos con nuestra madre.
Está ahí, como mosquitos que vuelan sin percibirlos, y en cualquier momento, al ver ese plato que ella cocinaba tan bien, nos viene su venerada imagen.
Pero lo probamos y –¡ay!– no es lo mismo. ¡Ella sí que lo hacía bien! ¡Ese es mi plato favorito! Lo preparan otras personas, quizás grandes cocineros, probamos una y otra vez, pero… ¡nada! ¡No es lo mismo!
Si me estás leyendo y eres joven, te recomiendo tener cuidado con lo que dices. ¡Nunca digas a tu esposa, o a quien sea, aquello de «esto sí que lo preparaba bien mi madre«! ¡Puede que sea un motivo de fricción! ¡Y con toda la razón! ¡Piénsalo, pero nunca lo digas!
¿Qué tenía aquel bendito plato? Si sois varios hermanos, preguntádselo a ellos y puede –¡seguro!– que te llevarás una sorpresa: ¡cada uno tendrá un favorito diferente!
Porque aquel plato que tanto añoras tenía, además de los ingredientes de siempre, los que están en los recetarios, uno que sólo ponía tu madre: ¡su amor por ti!
Pero, además, hay otro, indeleble: cuando te lo preparaba con tanto amor tú eras mucho más joven, estabas aún en la tierna infancia o en tu adolescencia. Eso, queridos amigos, ese ingrediente, la juventud, ya lo podemos estar buscando por todas partes. ¡Nunca lo encontraremos!
Pero sigue buscando, aunque sepas de fijo que no lo vas a hallar. Al creer que encuentras ese plato soñado veras la imagen de tu madre junto a ti: aquella inigualable, insustituible, mujer, a quien un día diste un último beso tremendo en su fría frente.
Y la verás alegre, llena de amor, preparando aquel guiso añorado, que llena tu alma de alegres recuerdos infantiles o juveniles. ¡Eso, eso sí que lo tendrás siempre! ¡Siempre!