[dropcap]P[/dropcap]uede haber historia sin relato? ¿Puede haber argumentos sin razones?
No mientras seamos animales racionales, y no el producto uniforme de un lavado de cerebro.
Me sorprende que se hable de forma casi unánime de un fracaso del «pacto de izquierdas» y que sean tan pocos los que hablen de boicot. Fracaso y boicot son cosas muy distintas, y su relación se resume en que el segundo busca deliberadamente lo primero.
Llevados de nuestro deseo podemos despreciar este detalle, pero es un detalle fundamental. El fracaso es algo contingente en un camino abierto. El boicot es un plan cerrado desde el principio.
¿Cuando empezaron a confundirse los conceptos en nuestro vocabulario político? ¿Cuando se distorsionaron las palabras para ocultar los hechos? ¿Cuando cedimos al simulacro?
Muchos sabrán o habrán notado en sus propias carnes (por ejemplo esos trabajadores precarios y pobres que hoy llenan el planeta) que en los años ochenta tuvo lugar una revolución reaccionaria, valga el oxímoron (el oxímoron es una planta que se da muy bien en nuestra época).
De aquella catástrofe primera proceden otras más inmediatas en una secuencia histórica presidida por la lógica. La desregulación económica trajo consigo la estafa que otros llaman crisis o gran recesión. Era previsible que de aquellos polvos saldrían lodos.
Para no verlo fue necesario una mezcla inextricable de simulacro y ceguera, de la misma manera que para no llamarlo estafa hay que comulgar con el lenguaje oficial.
Intentar averiguar de qué hablamos cuando hablamos de ‘izquierda», solo tiene sentido mediante el análisis de los planteamientos políticos respecto de aquella involución crítica, cuyas consecuencias hoy pagamos y van para largo.
Tal como nos cuenta Antonio Muñoz Molina en «Todo lo que era sólido», el simulacro y el espejismo han presidido buena parte de nuestra historia política y económica reciente.
Ha sido una gran fiesta, pero con los pies de barro. Una gran performance con tres cuartas partes de viento.
Por ejemplo, esa manía, casi una obsesión, por declararse todos o casi todos nuestros políticos de «centro», mientras se minaban, a la sombra de un dogma extremista los pilares de nuestro Estado del bienestar y se abrían las puertas de par en par (también las giratorias) a la corrupción, formaba parte de ese simulacro general. Un teatro que ha necesitado de «actores» y «coros», y tambien del ejercicio de la ceguera como virtud patriótica. No de otra forma puede entenderse el éxito de la corrupción en nuestro país, que no ha parado hasta dejar vacías las arcas del Estado.
Se ha saqueado hasta la hucha de las pensiones.
¿No había nadie allí para quejarse, para decir algo, para impedirlo? ¿Donde estábamos todos? ¿Dando palmas? ¿Donde estamos ahora?
En su obra Muñoz Molina nos habla de esta responsabilidad colectiva en el desastre, y del silencio casi unánime que ha acunado la corrupción. Y también nos habla del «aguafiestas», aquel que por poner el dedo en la llaga, o atreverse a decir lo que veía, se arriesgaba en ese tiempo delirante y fuera de sí, a pasar por antipatriota, es decir, enemigo de la modernidad, la fiesta, y el simulacro.
El PSOE dejó de ser izquierda y socialista hace ya muchos años, y concretamente desde los viejos tiempos en que Felipe González se declaró discípulo entusiasta y fiel de Margaret Thatcher, y desarrolló una política coherente con ese dogma
Con este propósito nos recuerda Muñoz Molina el entremés de Cervantes «El retablo de las maravillas», uno de los mas divertidos y de mayor carga política. Esta obrita, jocosa y corrosiva a un mismo tiempo, toca el asunto (delicado) de la limpieza de sangre, y nos muestra el simulacro como virtud católica (o cristiana vieja).
El entremés del Retablo tiene antecedentes en cuentos más antiguos. Lo vemos por ejemplo en «El conde Lucanor» y su rey desnudo del cuento XXXII. Y también hay versiones más modernas, por ejemplo en «El traje nuevo del emperador» de Hans Christian Andersen.
La anécdota es muy simple: en la sociedad, en el grupo, hay un pacto implícito de silencio, de mentira cómplice para ocultar la realidad de los hechos. Todo el mundo dice ver en el retablo lo que nadie ve. El miedo a distinguirse del grupo, a decir lo que realmente se ve o se sabe, que es aquello que todos saben y todos ocultan, mantiene sólido y firme el imperio de la mentira «pues ninguno osaba decir que no veía la tela».
Solo cuando alguien se atreve, llevado de su valor o de su simpleza, a decir lo que ve por sus propios ojos, inmune a los simulacros, la burbuja se rompe, y el imperio de la farsa hace crisis,
Así ha sido como «todo lo que era sólido» en nuestro país se ha derrumbado, ha hecho crisis desinflándose como un globo.
En aquel tiempo que preparó el desastre la consigna era «callarse» y mirar para otro lado. Unas cloacas del Estado donde se fabrican mentiras en serie, es el mejor resumen de esa época.
¿Pero por qué hablamos en clave de pasado?
El simulacro tiene entre nosotros más vidas que un gato. La tradición que lo sostiene y alimenta es larga y perdurable. Nuestros actores políticos en su teatro siguen insistiendo en que todos son o somos de «centro», y antes que nadie esa coalición de la derecha con la ultraderecha que han dado en llamar «la gran coalición». PPSOE más CIUDADANOS y VOX, he ahí un «centro» con obesidad mórbida y disfraz transparente.
El viaje recorrido por Pedro Sánchez (un viaje de ida y vuelta) es curioso, y si fuera algo inédito o inesperado en nuestro país, hasta podría sorprendernos.
Veamos el bucle descrito en esa trayectoria boomerang:
Primero los poderes fácticos, echando mano de la vieja guardia neoliberal del PSOE le descabezaron a él, por no doblegarse a dar su apoyo al gobierno de la corrupción del PP.
Nuestro disidente se recupera del golpe, recoge la cabeza del suelo (o de la bandeja de Salomé-Susana) y con ayuda de la militancia, que quiere ser socialista y no neoliberal, se hace con el poder en un PSOE decrépito, instrumento obsceno de los poderes fácticos de la derecha, y enarbolando la bandera de la regeneración y la reforma gana las elecciones recurriendo a la vieja táctica del voto «útil» de la «izquierda». Que por cierto, siempre ha sido muy útil para la derecha, y muy inútil para la izquierda.
Para sorpresa de todos, y tras lograr subir a lo más alto del podio, se hace enseguida uña y carne con aquellos que le descabezaron a él y también con los poderes fácticos que afilaron el hacha (una especie de síndrome de Estocolmo), se olvida de reformar las reformas laborales que había prometido urbi et orbi, y frustra la posibilidad de un gobierno de izquierdas siguiendo al pie de la letra las instrucciones de la derecha económica.
Los vetos impuestos por Pedro Sánchez son los que esa derecha le ha dictado.
Si a un simple palafrenero (negro) le pusieran ante este retablo, diría que si sus ojos no mienten, el rey está desnudo.
Diría también que el PSOE dejó de ser izquierda y socialista hace ya muchos años, y concretamente desde los viejos tiempos en que Felipe González se declaró discípulo entusiasta y fiel de Margaret Thatcher, y desarrolló una política coherente con ese dogma.
Esa misma dama de hierro, hada madrina de la orgía neoliberal, alababa a Pinochet declarando que al dictador y asesino chileno «le debemos mucho».
Y no se refería solo o principalmente a la guerra de las Malvinas, sino al ejemplo de eficacia en la imposición de una fe. El que no creía era asesinado.
El pensamiento único de la nueva-vieja derecha es tan único y egoísta que da grima. Tras la votación y tras constatarse el fracaso buscado desde el principio por una de las partes, los representantes del PSOE sonreían ¿Por qué?
Con estos apóstoles de lo «social» los pactos de izquierda no son fáciles, yo diría que casi imposibles.
Atreverse a decir que el programa económico y laboral del PSOE es de derechas, y de derecha neoliberal además, acotado e inspirado por un dogma tirando a extremista (como lo eran Thatcher o Reagan), y que no puede ser asumido por un partido progresista que defienda los intereses de la mayoría social o que pretenda una política socialdemócrata, es atreverse a decir, como el palafrenero negro en el Conde Lucanor que el rey está en pelotas.
Todas las posiciones políticas son respetables en democracia. Lo más indigesto es el simulacro, la mentira, que se diga una cosa y se haga la contraría, que se utilicen las etiquetas como un disfraz o una máscara.
La idea más extendida por los medios estos días es que lo que ha fracasado (una vez más) es el pacto de la «izquierda» consigo misma, fiel a una inercia autodestructiva que resulta ser ya una fatalidad histórica.
Otros -los menos- ven en este fracaso, hartos ya de tanto simulacro, la confirmación de sus peores augurios: la derecha económica ha alcanzado tal poder en nuestro país que independientemente de lo que digan las urnas siempre impondrán la política que ellos dicten.
En este sentido, la «izquierda» ha fracasado pero el PSOE y la CEOE no. Dicho esto sin ánimo de discordia, sino de clarificación. «Financial Times pide a Cs que pacte un gobierno con el PSOE», dice la noticia.
El pensamiento único de la nueva-vieja derecha es tan único y egoísta que da grima. Tras la votación y tras constatarse el fracaso buscado desde el principio por una de las partes, los representantes del PSOE sonreían ¿Por qué? ¿Que les causaba contento? Solo les bastó decir: «misión cumplida».
Analicemos también esta otra frase (real) de un artículo de El País:
«En una democracia capitalista, los socialistas no pueden meter en un Gobierno nacional a la extrema izquierda», que se refiere a los problemas y obstáculos (vetos) de la reciente investidura fallida entre PSOE y PODEMOS en nuestro país.
Corregida la distorsión y el simulacro habitual del idioma oficial, donde dice «socialistas» debemos entender «neoliberales» (del PSOE), y donde dice «extrema izquierda» debemos entender que se refiere a la socialdemocracia de nuestro país (PODEMOS).
El simulacro empieza por el lenguaje.
El factor corrector que hemos utilizado consiste en colocarse en el esquema mental y político previo a la involución reaccionaria (y extremista) de los años ochenta, la protagonizada por Reagan y Thatcher, que efectivamente eran extremistas (en más de un sentido). Es decir, para esa corrección del idioma del simulacro, hemos utilizado el lenguaje ordinario del «pacto social» posterior al fin de la segunda guerra mundial.
Pero más allá de la terminología del simulacro, en esta frase debe preocuparnos el sentido último.
Será «capitalista» el veto que pretende «normalizar», pero no «democrático».
Luego esa «democracia capitalista» tendrá más de lo segundo que de lo primero, aspirando quizás con ello a un modelo prochino, que aunque no democrático recibe todas las bendiciones de nuestros liberales a la violeta (capitalistas y radicales a secas).
¿Acaso ponen algún empeño en vetar esa dictadura?
— oOo —