Opinión

La laguna

La laguna de Silva, o de Salave, hacia 1990 (Fotos: José Santos Jiménez)

 

[dropcap]E[/dropcap]n 1973 me falló, en el último momento, el plan de pasar el verano en Coca (Segovia), donde en los tres años anteriores había aprovechado para excavar los grandes fósiles que allí salían.

Gracias a la gestión de Inmaculada Corrales, catedrática de Estratigrafía, encontré acomodo en Tapia de Casariego, en el Occidente de Asturias, donde veraneé felizmente durante muchos años y después lo siguieron haciendo mis hijos.

La laguna, hoy (1 agosto 2019). Fotos. José Santos Jiménez.

A poco de llegar, Moncho Súcaro, mi casero entonces, se empeñó en que visitásemos una laguna que había a pocos kilómetros al este de Tapia, en el bosque de Silva, o de Salave. Por entonces, muy poca gente se aventuraba a ir por allí, dado lo enmarañada que estaba la vegetación de espinos, helechos y zarzas que se enredaban entre los árboles. La proliferación de yedras y lianas hacía pensar en lo bien puesto que está el nombre, silva, por lo salvaje que estaba. Y además, con una gran abundancia de mosquitos, que te comían vivo… No pudimos llegar a ver el agua de la laguna.

Pasaron unos años y me aventuré a emplazar una caravana en el borde este del bosque de Silva, en la finca Balmorto de mi amigo Segundo Martínez Jarén. Se habían limpiado ya unos caminos y, ¡por fin!, pude llegar a la orilla de la laguna, que me recordó una película («Un grito en el pantano«) rodada en los everglades de Florida. ¡Aquello era pantanoso e impenetrable!

También hay una leyenda para la laguna de Silva.

Dada la morfología del terreno deduje que aquella laguna no era natural, sino los restos de una mina abandonada. Se dice que por allí hubo una explotación romana de oro. Muy cerca hay una preciosa ensenada, El Figo, con un acantilado semicircular y una isla enfrente, la Postoca. Pero su playa es pedregosa, lo que la hace ideal para que no vaya nadie a bañarse.

En el acantilado hay dos antiguas galerías mineras. La situada más al este es muy corta; puede que extrajesen hierro en tiempos. Mana el agua, potable, por una pared, por lo que la llaman la Cueva de la Fuente.

La otra galería tenía una difícil entrada, por estar coronando un gran desplome de bloques con mala subida. Pero uno tenía que dar ejemplo de aventurero a sus hijos y un día llegamos a ella y penetramos con linternas. Como a poco de entrar el suelo estaba muy embarrado, volvimos con bolsas de plástico para envolvernos los pies. Resultó que la galería atravesaba el monte para llegar cerca de la laguna. La salida estaba en un paraje muy enzarzado pero pudimos atravesarlo.

El acantilado de El Figo, hacia el este. La «V» marca la situación de la Cueva de la Fuente.

En el recorrido por aquella galería iba más pendiente de no golpearme la cabeza que de la geología o arqueología. Ahora me pregunto cuál sería el motivo de su excavación. ¿Sería como un aliviadero de la ganga de la mina, para arrojarla a la playa? ¿O un acueducto subterráneo? No sé. Hay queda la pregunta, para que quien sea más listo lo averigüe.

La laguna de Silva ha sufrido, desde que la conocí, varías alteraciones, primero para las investigaciones sobre la posible presencia de oro –con resultados positivos– y, después, para remodelarla como atractivo turístico (?). ¡Quién te ha visto y quién te ve!

Tengo entendido que el acceso a las dos galerías del acantilado de El Figo está hoy más difícil que antes; la de la Cueva de la Fuente por la vegetación y la que atraviesa el monte por unos grandes desplomes.

El acantilado de El Figo, hacia el oeste. La «V» marca la situación de la entrada de la galería.

Pero esa laguna me da pie para comentar algo. Los lagos y lagunas siempre han sido objeto de leyendas, en las que mayoritariamente hay la presencia de una misteriosa mujer o un terrible monstruo. O un poblado que fue tragado por las aguas. Y aunque no tengan ninguna leyenda son un motivo de atracción para llegar a verlas como objetivo de alguna excursión por las montañas.

He de confesar que a mí la laguna de Silva, o de Salave, no me inspiró nunca ideas mitológicas. ¡Cosa rara, con la imaginación que tengo! Puede que fuese por el recuerdo de mi primera impresión, que fue la durísima y cruel batalla, perdida, contra los mosquitos. O por haber visto siempre su superficie totalmente cubierta por algas y maleza, pareciendo más un pantano que una laguna.

No. No me parecía el albergue de seres misteriosos o fantásticos. Más bien que de allí podría salir un cocodrilo o una boa. A mí, al menos, me daba esa impresión.

La entrada de la galería en el acantilado de El Figo, casi oculta por los desplomes.

Cuando vivíamos toda la familia en aquella inolvidable caravana, mis hijos me pedían todas las noches que les contase cuentos. Muchos días me los tenía que inventar y hoy ellos los recuerdan, pero yo no.

Un atardecer, andando por un estrecho camino, serpenteante y en semitinieblas por la vegetación lujuriosa que lo envolvía, llegamos Pili y yo a un estancamiento solitario, una laguna meandriforme del río Porcía. Las aguas eran muy oscuras y remansadas y el silencio, absoluto. ¡Allí sí que había embrujo!

Aquella, aquella laguna sin nombre, probablemente de vida efímera, sí que me inspiró leyendas nuevas, que por la noche inventé para mis hijos. ¿Queréis que os las cuente?

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