– Me da la impresión de que usted no es muy aficionado al fútbol.
– ¡Pues ha acertado por completo! Lo soporto, como a tantas cosas que pasan hoy día, pero ¡no me gusta nada! Aunque habría que precisar que lo que no aguanto es a los futbolistas y a los futboleros. Me refiero a los futbolistas de élite, con sus aspavientos exagerados en el campo, sus malos modales que parece que tienen por objeto exasperar al público, sus quejas al árbitro, su teatralidad, sus caídas fingidas… ¡Y lo peor es que muchos niños les imitan! Y tampoco me gustan los sueldos que ganan algunos, y no sólo por jugar, por exhibirse como si fuesen modelos… Y de los futboleros, ¡para que hablar!
«Y sin embargo, creo que es un gran deporte. ¡No hay más que ver algún partido de aficionados! ¡Qué empeño ponen los jugadores! ¡Esos sí que son deportistas! Y, por otra parte, es un juego ideal para que se diviertan los niños. ¡Claro que ahora a éstos sólo les divierte manosear la «tablet»! Pero en mis tiempos en cualquier plaza, en cualquier calle, en cuanto había unos cuantos chavales, se organizaba un partidillo. Sólo hacía falta una pelota, y si no la había se hacía con un amasijo de papeles o de trapos atados. Las porterías eran montones de ropas o de libros, o de lo que fuese. Los equipos se formaban entre los dos capitanes eligiendo sus jugadores uno a uno, por turno, escogiendo primero el que hubiese ganado «a los pies», «monta y cabe…»
-Y usted ¿jugaba así?
– Pues verá usted. Yo tenía el problema de mis ojos. ¡Miopía magna, ya sabe! Casi siempre me cogía al final uno de los capitanes, cuando ya no quedaba nadie por repartir. Y luego deambulaba por el campo sin tocar el balón. Y si lo hacía era sin ton ni son… La verdad es que prefería otros juegos. Y como la mayoría de los niños eran partidarios de dar patadas a la pelota, yo busqué otras distracciones…
– ¿Y no iba nunca a ver un partido?
– Pues no. Sólo una vez fui al estadio Bernabéu, invitado por unos vecinos a los que les habían regalado unas entradas. Fue en un España-Polonia, que ganó España por 3-0. Me maravilló ver el luminoso verde del campo y recuerdo que destacaba por su pelo naranja Ladislao Kubala. No lo recuerdo bien, pero me parece que también jugaba Alfredo Di Stéfano, la «saeta rubia».
– Y, aparte de los juegos infantiles, ¿no jugó nunca un partido de fútbol?
– Pues sí. Jugué una vez, con la mala suerte de que pisé un hueco en el campo y me torcí el tobillo. ¡Se me hinchó mucho! Me llevaron cojeando a casa. Entre mi madre y una vecina, Carmen, que era medio curandera, me lo arreglaron con salmuera y la pierna levantada durante cuatro días de inmovilización. ¡De médicos, nada!
«Y aquello días de encierro forzoso, los recuerdo bien por dos motivos: uno, porque eran los del gran triunfo de Federico Martín Bahamontes cuando ganó la Vuelta a Francia, que oía por la radio. Otro porque un amigo, Luis Sierra, me prestó «Los tres mosqueteros«, que me entusiasmó. ¡Qué gran novela! ¡Me aficioné a Dumas! ¡Cómo siento aún la pasión con la que leí «El conde de Montecristo«!
– Y, volviendo al futbol, ¿usted cree que es un buen deporte para los niños?
– No. Yo no he dicho eso. Lo que digo es que es el más sencillo para que los niños se entretengan entre ellos. Pero si se trata de educarlos en el compañerismo, en la entrega a los demás, en el respeto al contrario y, sobre todo, al árbitro, otros son mucho más educativos…
– ¿Y por cual se decantaría usted?
-¿Yo? ¡Por supuesto que por el rugby! ¡Sin dudarlo!
– Me tiene que contar más cosas de ese deporte, en el que tengo entendido que usted destacó y vivió muchas anécdotas. ¿Vale?
– ¡Vale!