[dropcap]L[/dropcap]os espacios públicos en los que se cruzan miles de personas a diario me parecen lugares fascinantes: aeropuertos, estaciones de tren, metro y autobús, cruces emblemáticos o calles especialmente transitadas. En todos ellos podemos observar gente que viene y va, cada uno con su respectiva historia particular y su mochila llena de ilusiones y algunos sueños rotos.
De todos ellos, mi lugar favorito es el tren. Puede que no sea el transporte más práctico si lo comparamos con el coche o con los desplazarnos en avión, pero viajar en convoy tiene un encanto y un punto nostálgico que no tienen sus competidores, además de ser una excelente alternativa desde el despertar de conciencias por el cambio climático. Gracias Greta.
En el tren podemos ir sentados cómodamente (si hay suerte) y presenciar el ir y venir de los pasajeros desde nuestro asiento, como si fuéramos una cámara que todo lo ve, a lo 1984. Algunas de esas personas se convertirán por unos minutos, o incluso por unas horas si el trayecto es largo, en compañeros de viaje.
Para distraerme, me gusta mirar por la ventana y contemplar el paisaje, pero también observar a mis congéneres e intentar deducir o imaginar cómo es su vida. Posiblemente lo hayamos hecho todos alguna vez. Hay quien da pistas muy claras hablando por el móvil a viva voz y compartiendo su conversación con el resto del pasaje, pero aun así solo sabremos una milésima porción de lo que es su vida. Pensar en ello me hace extrapolar que realmente somos bastante ingenuos cuando creemos que conocemos bien a alguien. La vida de una persona es lo suficientemente caleidoscópica como para conocer todas sus aristas. Quizá deberíamos tenerlo más presente en nuestro día a día.
Asimismo, en los viajes de cercanías es habitual cruzarnos con gente que ofrece algún tipo de producto o servicio para ganarse unas monedas: hay quien vende pañuelos o mecheros, quien explica su historia al pasaje, y luego están los artistas. Los hay de todos los niveles, obviamente, pero de vez en cuando aparece una perla que llega para iluminarnos el día y sacarnos una sonrisa.
Es la sensación que tuve hace unos años al ver una representación a la que tuve la suerte de asistir como pasajera. La verdad es que no recuerdo a la persona que la llevó a cabo, solo sé que aquellos minutos me cautivaron al mismo nivel de espectáculos de primer orden por los que he pagado una pequeña fortuna para mi bolsillo.
La exhibición resultó ser de lo más sencilla: una marioneta grande, vestida con telas negras que tapaban al artífice de la función, bailando en movimientos delicados y envolventes una canción ligeramente hipnótica, Gabriel, de Lamb. La belleza y elegancia de los movimientos de aquella figura, coordinados con la voz sensual de Louise Rhodes, crearon una actuación tan sublime que generaron en mí un pequeño síndrome de Stendhal difícil de olvidar.
No todos los días tiene una la suerte de encontrar un regalo así cuando viaja, pero cuando sucede, «El mundo me parece más amable, más humano, menos raro», que cantaba María Jiménez junto a la Cabra Mecánica.
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