[dropcap]E[/dropcap]l profesor Luis Santos era un profesor atípico. Unamuniano casi por parentesco (estaba casado con una nieta de Unamuno), lo era sin duda por actitud: una actitud rebelde, inconforme, a la contra del poder, como lo fue el gran rector vasco de Salamanca, maestro eterno de aquella ciudad, que junto a Fray Luis de León llena aún con su espíritu aquellas aulas y da prestigio universal a la urbe salmanticense.
Si bien no puedo presumir de haberlo tratado personalmente, sí me fue dado conocerlo como alumno de medicina, es decir, conocerlo en su faceta de profesor de anatomía en la vieja facultad de medicina de Salamanca, cuando esta radicaba en el antiguo edificio de Fonseca.
En mi antiguo instituto de bachillerato, el «Fray Luis de León», que es hoy facultad de física y donde pende del techo, y en realidad de todo el universo, un péndulo de Foucault, tuve un bedel, «Olegario», de cuyo nombre si quiero acordarme, que hablaba en latín (quizás citando a Virgilio) mientras se echaba un pitillo y purgaba los radiadores del aula.
Cosas así no sé si solo ocurrían en la Salamanca de entonces, pero de que ocurrían allí y en aquel tiempo, puedo dar fe.
Ahí es nada: un bedel orondo y buenazo, picado de viruela y con el alma limpia, levita larga y gastada, un pitillo eterno entre los labios y hablando en latín. Con estos principios, sin duda uno toma con más gusto y gana la disciplina académica.
El profesor Luis Santos también tenía un bedel de aquellos de entonces, ayudante o colaborador, «Desi», cuya sola presencia siniestra (disculpen esta subjetividad mía) administrada con parsimonia entre cadáveres y formoles (y alguna copita de más), podía retrotraernos fácilmente a un relato de Stevenson (los ladrones de cadáveres) o a las atmósferas de un relato gótico. Aquellos edificios vetustos de entonces, con tanta historia y fantasmas detrás, ayudaban.
Tan frecuentes eran sus encontronazos -según yo lo recuerdo- como sus reconciliaciones. Sin duda una pareja en perfecto equilibrio inestable, donde las tensiones contrarias se retroalimentan para crear energía. Pareja muy literaria, que a mí siempre me recordó a la de Don Quijote y Sancho Panza. Luis Santos en el papel de Don Quijote, y Desi en el de Sancho Panza, aunque casi más flaco que su amo y amigo.
Tener a Luis Santos como profesor fue una suerte y un privilegio, y sin duda fue importante para muchos de sus alumnos por razones que van más allá de las estrictamente académicas. Aún recuerdo algunas anécdotas de aquel tiempo y de aquellas enseñanzas, casi podríamos decir, de aquella «actitud», que no he olvidado y que aún hoy me inspiran. Los buenos profesores nos acompañan durante toda la vida.
Más allá de la maestría técnica de su «arte anatómico» (Luis Santos era un científico y un artista), aquellas anécdotas grabadas en mi memoria ilustran una filosofía vital que, indirectamente y con generosidad, inoculó a sus alumnos.
Las clases de anatomía de Luis Santos, presididas por una enseñanza anatómica sugerente y brillante, eran al mismo tiempo una actuación artística, una reflexión filosófica, y una declaración política, o por mejor decir, humanística.
Todos sus alumnos recordamos algunos detalles singulares y traviesos de aquellas performances.
Por ejemplo cuando saturado el largo encerado del aula Magna con sus prodigiosos dibujos a tizas de colores, sobrepasaba sin complejos los límites que le imponía la pizarra y continuaba dibujando en la pared, como un niño rebelde entusiasmado en lo que hacía, aunque con la precaución de que aquella osadía tuviera fácil reparo.
O cuando la altura a la que quería llegar con sus trazos no estaba al alcance de su brazo, se subía ágil al radiador adyacente, émulo de Miguel Ángel en sus andamios de la capilla Sixtina.
O si lo que pretendía era hacernos comprender a partir del dibujo en la pizarra, una realidad tridimensional con toda la riqueza de sus volúmenes, entonces se salía por la puerta del aula y desaparecía, y ya solo nos llegaba su voz al otro lado del muro coincidente con la pizarra, para seguir dibujando, solo con palabras sugerentes, en la pizarra blanda de nuestra mente impresionada por aquella pirueta.
Ni que decir tiene que Luis Santos no encajaba en el papel de “autoridad” académica con sus resonancias de poder, sino en el de gran maestro que estimula la imaginación y la creatividad, la cual siempre tiene una raíz en la rebeldía. Era un maestro cercano, joven de espíritu, próximo a nosotros.
Santos fue nuestro profesor de anatomía durante varios cursos.
Al despedirse de nosotros, completado ese ciclo de enseñanzas, nos reunió en un aula aparte para darnos unos consejos como quien manda a sus hijos a tierras extrañas de las que quizás no han de volver, o en las que han de afrontar más de un peligro.
Si la memoria no me falla, fue escueto y directo al grano en aquella despedida que no quiso solemne sino útil, como si el equipaje que hubiéramos de llevar fuera necesariamente ligero y fácil de transportar. No abordó temas técnicos ni de la profesión. Se limitó a darnos una recomendación de orden ético, y para ello se ayudó de los gestos con las manos manchadas de tiza. Vino a decirnos: al de arriba (el poder) el puño, la crítica, y si es necesario la confrontación.
Al de abajo, al que es golpeado por la fortuna, a la víctima, al explotado, al engañado, la mano tendida, la ayuda, el consuelo y la solidaridad.
Difícil olvidar aquella última lección. Difícil olvidar al profesor Luis Santos.
Posdata: estos días se hace homenaje al profesor Luis Santos en la sala de exposiciones del Patio de Escuelas Menores de la Universidad de Salamanca: FORMALMENTE INFORMAL: LOS MUNDOS DE LUIS SANTOS