Opinión

Catalanes

[dropcap]E[/dropcap]s una cuestión de palabras y afectos. Si al escuchar la palabra catalanes una mayoría de españoles, merced a sus reflejos condicionados, solo siente antipatía y odio, todo está perdido. No hay nada que hacer, o muy poco.

Si por otra parte son mayoría los incapaces (merced a esos reflejos inducidos en la jaula del Gran Hermano) de relacionar la actual crisis de «separatismo» (que no es sólo territorial) con el mal gobierno y la corrupción de nuestro país, fruto de la irresponsabilidad del poder, las soluciones tardarán en llegar, si es que tienen alguna oportunidad.
No hay nada más «separatista», ni nada nos ha roto tanto, como la corrupción institucional que hemos padecido todo este tiempo. Unos y otros.

Pero una corrupción institucionalizada, consentida y sistémica, aquí y allí, en Cataluña y en el resto de España, que nos ha llevado a unos recortes sociales insensatos e injustos y a una pérdida de derechos conquistados durante siglos ¿Se soluciona pidiendo la independencia? ¿La independencia de quién? ¿De Pujol y compañía? ¿Del PPSOE, eje del bipartidismo corrupto?

Eso no se soluciona con independencia. Como no se soluciona con «grandes coaliciones» de corruptos turnantes (y tunantes) que secunden la represión de las protestas ante el desastre que ellos mismos han provocado.
Eso se soluciona echando a los corruptos de las Instituciones. A los de aquí y a los de allí. A los de Cataluña y a los del resto de España.

Es cierto que una democracia que lo es solo a medias y de manera imperfecta, donde la independencia de poderes brilla por su ausencia (no es lo mismo ser Botín el banquero que Mario el fontanero), donde el jefe del Estado es irresponsable e impune, donde se mantienen las cloacas del Estado de origen fascista, donde se condecora a torturadores del franquismo, no pone fáciles las cosas y dificulta gravemente lograr esas reformas necesarias para acceder a una democracia aceptable, social y de derecho, como dice la Constitución. Pero no es imposible, y debe hacerse así, democráticamente, a través de las urnas, uniéndonos todos para echar a esos corruptos irresponsables de nuestras instituciones y lograr esas reformas. Ellos son los verdaderos separatistas y los impulsores de la desunión.

Solo la fortaleza de lo público y el buen hacer de unas instituciones honestas al servicio del bien común y no de su propio privilegio pueden unir a una sociedad. Y sin embargo lo «público» ha sido atacado de frente y con inquina desde el mismo poder por una ideología extremista -el neoliberalismo- que opera con ánimo de revancha contra los derechos sociales conquistados durante siglos, ideología a la que muchos de nuestros poderosos y privilegiados por el sistema (bipartidista y turnista, como en tiempo de caciques) se han apuntado.
Para mayor desastre, esa ideología, que ensucia y desprestigia el término «liberal», se nutre habitualmente de la corrupción como de una placenta malsana que solo produce abortos.
La depresión económica y social, la estafa de la que aún no hemos salido y de la que tardaremos en salir, tiene esos orígenes: neoliberalismo y corrupción, que han acabado por ser casi sinónimos.

En este contexto es inútil pedir a los griegos o a otros europeos del sur que sientan entusiasmo por una entidad superior -Europa- que les estafa y maltrata a diario, y que por tanto les repele. Una Europa que tan poco se parece a aquella Europa de lo «público» y la democracia social que admirábamos no hace tanto. Una Europa que es neoliberal, y por tanto extremista, por catecismo fundacional, y que para recuperar su atractivo debe refundarse.

Nadie permanece allí donde se siente incómodo y sin expectativas de corregir su malestar. Y nadie será capaz de controlar y sujetar esas fugas, esos exilios (incluso interiores) sin recurrir a instrumentos de dictadura.
Lo que vimos en Grecia (pero no solo allí) fue el ejercicio descarado de la dictadura adaptado a las formas tecnócratas de nuestro tiempo. Retrocedemos por tanto.

Vencer no es convencer, conquistar no es convertir, imponer lazos y afectos no es recomponerlos y cultivarlos, como ya advirtió Unamuno en el acto del Paraninfo de la universidad de Salamanca aquel 12 de octubre de 1936, día de la «raza»,  que estos días rememoramos sin esfuerzo, dado el carácter repetitivo de muchos aspectos de nuestra actualidad. Deja vu.

Día de la «raza».
Palabra de resonancias ganaderas que Unamuno, tan abstemio de rebaños, y tan contrario a nacionalismos, no digería bien, y que criticó en su utilización ignorante (ignorante de ciencia e ignorante de humanidades) y en su utilización anticristiana, en un artículo de EL SOL de 30 de junio de 1932, titulado sin palabras y sólo mediante un símbolo funesto: la esvástica.
En ese artículo el rector vasco de Salamanca criticaba al nazismo, pero al mismo tiempo alertaba sobre la posible deriva de todo nacionalismo, en este caso el vasco.

Unamuno, tantas veces contradictorio, degustador de paradojas, y que se supo, como Pessoa, habitado por varios heterónimos, todos ellos orgullosamente subjetivos, tuvo sin embargo la suficiente clarividencia objetiva para anticipar muchas veces el futuro. Y si ya en 1922, en su artículo titulado IRRESPONSABILIDADES, se atrevió a llamar a Millán Astray «aspirante a Mussolini español»,  y también a criticar a nuestros irresponsables supremos, incluido el rey, en este otro articulo de 1932 titulado con el símbolo nazi, adivinó todo el mal que arrastraría consigo la ideología racista y totalitaria de la esvástica.
Su diagnóstico fue certero.

Cuando en los discursos del acto del Paraninfo de Salamanca, el 12 de octubre de 1936, día de la «raza», se atacó con odio y con ánimo de imponer (y no de convencer) a vascos y catalanes, llamándolos la «Anti España», por parte de fanáticos gerifaltes fascistas y filo nazis, Unamuno, él mismo vasco y tan español como el Quijote, ya no pudo callar.
A su alrededor la inteligencia, la palabra y la razón, eran infamadas, silenciadas, y fusiladas.

García Lorca, el poeta dulce, el poeta andaluz y español, defensor y cantor de los oprimidos y distintos, ya había sido asesinado. Profesores y catedráticos, algunos conocidos y amigos de Unamuno, eran encarcelados, o fusilados, o desaparecidos, a diario. A su alrededor todo era matanza, represión y limpieza. En Salamanca básicamente lo que hubo fue represión.
En su bolsillo había ese día un papel con una súplica desesperada de intermediación de la mujer de un amigo suyo, Atilano Coco, pastor protestante, en un último intento de salvar su vida.
Unamuno no pudo salvar aquella vida que como tantas otras vidas inocentes (incluida la suya) eran arrastradas en un torbellino.
Pero en ese último acto universitario Unamuno intentó poner a salvo la dignidad humana del naufragio de la barbarie. Y como un anciano Quijote que en un instante de lucidez recobra la locura, arremetió contra aquellos gigantes que antes le habían parecido molinos. No eran molinos, eran gigantes. No eran libertadores, eran fascistas. No eran cristianos ni agentes de «civilización», eran admiradores y seguidores de Hitler y Mussolini, y por tanto portadores de barbarie y totalitarismo.

«En una fiesta universitaria que presidí dije toda la verdad, que vencer no es convencer ni conquistar es convertir, que no se oyen sino voces de odio y ninguna compasión. ¡Hubiera usted oído aullar a esos dementes de falangistas azuzados por ese grotesco y loco histrión que es Millán Astray!«, dice Unamuno en una carta de 1 de diciembre a su amigo bilbaíno Quintín de Torre.

Millán Astray azuzaba a esos «dementes de falangistas», dice Unamuno (sin duda testigo de los hechos), y esos dementes llevaban pistolas.
Que en estas circunstancias, cuando a su alrededor todo era represión y asesinatos sin juicio previo, un anciano, que no tenía previsto hablar, se levantase y dijera unas palabras que contradecían el fanatismo y el odio de aquellos fascistas armados del Paraninfo (¿qué pintaban allí?), tiene su mérito.
Y sus palabras no debieron ser leves, puesto que esos pistoleros fascistas «aullaban», azuzados por el histriónico Millán.

En una carta a Francisco de Cossío (de 27 de noviembre) se manifiesta así: «Claro está que aún siendo hoy ya toda la Falange algo inmundo, de verdugos demenciados, no comparo lo de aquí, la castellana con la andaluza».

Y yo me pregunto: ¿Puede importar mucho en este escenario «aullador» -tal como lo describe el propio Unamuno- la variable de si Millán Astray dijo «Muera la inteligencia» o solo dijo «Mueran los intelectuales»?
No sé qué será peor, si decir que muera la inteligencia, que es un ente abstracto, o decir que mueran los intelectuales, que son personas de carne y hueso, Unamuno como ejemplo de todos ellos.
¿O puede cambiar el significado de los hechos y el valor de las palabras de Unamuno que tras decir el «histriónico» Millán «Mueran los intelectuales» y advirtiendo alguna molestia y signos de queja en profesores que allí había, aclarara Millán Astray que se refería a los «falsos intelectuales traidores», como describe Pemán, testigo también de los hechos?.
Sobre todo sabiendo que después vinieron cuarenta años de dictadura fascista y que ya en 1922 Unamuno había adivinado la jugada que se preparaba y motejado a Millán Astray de «aspirante a Mussolini español».
He ahí un Unamuno solo, ni de unos ni de otros, contrario a los nacionalismos y defensor de catalanes y vascos ante el fascismo en ciernes.

Tras ese acto del Paraninfo de Salamanca Unamuno fue destituido de su cargo de rector (como ya lo fue antes por la República) y condenado al ostracismo, y así acabó su vida unos meses después. Solo.

El fascismo se basa y toma fuerza en el odio al que es diferente, maneja otra lengua o se nutre de otra cultura. Aspira al pensamiento único e intenta aniquilar al que piensa de forma distinta. A ese aniquilamiento a veces lo llama «cruzada», pero es cruzada de cruz gamada, anticristiana y espuria, cruz disimulada, que diría Unamuno.

El fascismo no se acabó de una vez por todas al finalizar la segunda guerra mundial sino que está presente en nuestras Instituciones y crece en nuestros días.
Que permaneciera en el poder en nuestro país durante cuarenta años con Franco, no es una simple anécdota, es un hecho grave. Que aún hoy haya resistencia en nuestro país (supuestamente demócrata) a derrocar sus símbolos, es un mal síntoma y de peor augurio. Que funcionen en nuestro país cloacas del Estado que tienen esa raíz, o que se condecore a torturadores al servicio del régimen fascista, no tiene nombre.
Ayer como hoy, el fascismo es instrumento de la plutocracia que mediante fórmulas demagógicas y populistas intenta enseñorearse de toda una sociedad para que sea dócil a sus intereses y a sus órdenes.

Cultivar y fortalecer lo publico es cultivar y fortalecer afectos y lazos, y es defender la democracia. ¿Habrá que redescubrir esta verdad tan obvia?

En todo caso habrá que cultivar afectos.
Estos días leía un artículo lleno de afecto y admiración para los catalanes publicado por Francisco Umbral, escritor «mesetario», el 09-06-1976. Se titula así: CATALANES.
Más allá de las hipérboles poéticas que despliega Umbral en ese texto, lo que subyace es un ánimo no solo de entenderse o de conllevarse, sino de admiración y por tanto de afecto. Pues eso.
Léanlo y así nos vamos entrenando a querernos un poco. Unos a los otros, y los otros a los unos, porque si no no hay futuro. O si lo hay es uno que ya conocemos: el de los Hunos y los Hotros.

 

Posdata: Comentario (La Esvástica) Unamuno: EL SOL 30 de junio de 1932

http://hemerotecadigital.bne.es/issue.vm?id=0000477103&search=&lang=es

Unamuno republicano (La Esvástica) https://unamunorepublicano.blogspot.com/2017/08/comentario-svastica.html

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