[dropcap]H[/dropcap]ace años, tuve la suerte de descubrir que en la soledad de la montaña podía ser yo mismo, que el esfuerzo, el frío y el silencio abrumador de la naturaleza eran más reconfortantes que las palabras vacías que me susurraba la ciudad.
Hay un viejo dicho que dice que: “Quien ha escuchado alguna vez la voz de la montaña, nunca podrá olvidarla.”
Es cierto. Nunca he olvidado esa voz. Siempre que puedo me escapo al Almanzor, a mi lugar favorito dentro de los límites del universo y siempre lo hago cuando las condiciones son lo más adversas posibles. Si, sé que alguno de ustedes pensará que es peligroso, que estoy loco y muy probablemente tengan razón, pero uno aprende de más de si mismo cuando se opone de frente y con la mirada limpia a todo aquello que cree no poder superar, y para mí, la montaña ejemplifica como nada la lucha en la vida.
Ayer, volví una vez más a ese lugar. Esta vez lo hice con más peso en el alma que en la mochila y con dos personas sin las cuales no estaría aquí. Cada nuevo paso de esta nueva ‘Etapa’ me costaba como un salto al vacío, era como si a medida que avanzábamos entre la nieve, el viento y el frío, fuese temiendo una subida que significaba dejar atrás todo lo que hasta ese preciso momento había conformado mi vida.
Aun así, seguí avanzando por aquella senda helada y no sé si lo hice por inercia o por el placer de sentir como mis límites físicos se arrodillaban ante lo que mi mente sabía que podía hacer, simplemente necesitaba seguir avanzando. Bajo el implacable azote del viento seguimos subiendo, cada vez más ligeros en el alma y cada vez que miraba atrás para cuidar a mis compañeros veía en sus ojos la misma determinación que me arrastraba a mí. Ellos también se estaban enfrentando de alguna manera a sus propios límites.
Recuerdo la cara de ambos cuando doblamos el último recodo del camino. Recuerdo la expresión de felicidad de ambos al ver el paisaje nivel que se abría ante nosotros.
Recuerdo sus sonrisas y sus miradas extasiadas ante la laguna congelada y la nieve que brillaba tímida gracias a unos pocos rayos de sol que perforaban esa niebla densa que tan crudo nos lo había puesto en el desfiladero. Para ellos solo quedaba la vuelta, para mi faltaba un tramo.
Recuerdo bajar a la laguna saltando entre piedra y hielo, sentarme en una roca y por primera vez en meses permitirme el lujo de llorar de alivio al dejar marchar una carga personal que me estaba matando poco a poco. A partir de ahí, la vuelta fue menos dura, solo volví la mirada atrás para preguntarme cuanto tardaría en volver allí, sentarme en la misma roca y en qué condiciones lo haría.
En esa montaña le dije adiós a una de las partes mas importantes de mi mismo, asumí que la vida de todos los demás es como subir a esa misma montaña y que todos luchábamos contra nuestros propios demonios. Aprendí que las dificultades nos impiden avanzar todo lo rápido que queremos, que no hay atajos a la cumbre pero que con la determinación suficiente todos llegamos a ella si miramos siempre hacia adelante, siempre hacia arriba, siempre hacia el sol y siempre en buena compañía.
Por. Christian López Guillén.