[dropcap]E[/dropcap]s sabido que el mundo estadounidense ha tenido siempre respecto a lo que podríamos llamar el «espectro político» una visión muy distinta de la que durante mucho tiempo se tuvo en Europa. Desde esta orilla del Atlántico contemplábamos aquella visión suya como exótica y un tanto desenfocada. No sé si desde la otra orilla nos miraban igual. El caso es que había diferencias notables y el pensamiento era entonces más rico.
Ya el hecho de que allí se considere «natural» o inevitable que haya solo dos partidos compitiendo por el poder, puede parecernos a los europeos un tanto «artificial» y forzado por el riesgo de compadreo en la corrupción que todo bipartidismo estrecho y cerrado suele conllevar, alentado además por la poderosa influencia del dinero, imán que todo lo atrae y todo lo confunde.
Esa forma de ver las cosas, importada aquí como moda política y ofensiva ideológica, ha perjudicado mucho a España y a buena parte de Europa, y ha sido promovida con entusiasmo por aquellos que entre nosotros y no sin humor se proclaman «padres de la patria» en régimen de monopolio.
Perspectiva tan propia de aquel mundo llegó a su apogeo en los años 50 del siglo pasado con el macartismo y sus secuelas, cuando muchos ciudadanos estadounidenses fanatizados pensaron que dos partidos eran demasiados y que por tanto les sobraba uno, el demócrata, por “rojo”. Aquella amenaza simplista que aspiraba a instaurar el partido único republicano de Nixon y McCarthy fue sin embargo desenmascarada y superada con alivio, y el dinero pudo seguir orquestando un baile a dos aunque con escasas variaciones en la danza.
Aquejada de una falta sorprendente de carácter y memoria, Europa ha intentado en este último periodo funesto imitar el patrón estadounidense, y ha arrojado por la borda lo que eran sus señas de identidad más valiosas, motivo de admiración en todo el mundo desde el final de la segunda guerra mundial hasta la involución neoliberal: su especial preocupación por los derechos humanos y ese componente social que hizo de Europa un ámbito diferente, más humanizado y exitoso.
Consecuencia necesaria de esa deriva fue que los ciudadanos europeos y también los españoles contaran cada vez menos en los círculos opacos del poder y en los ámbitos cerrados de los partidos preponderantes, con una correlativa mayor influencia del dinero que llegó a dominar así toda la escena.
Ello a su vez produjo el alejamiento del ciudadano, despreocupado de la cosa pública, y el alejamiento del poder, ciego ante los problemas de los ciudadanos.
Lo que ha desaparecido de nuestras sociedades posmodernas es precisamente el socialismo radical, y lo que ha proliferado hasta casi ocupar todo el espacio político es el capitalismo extremista, disfrazado sin embargo de centro moderado
Además de esa pobreza de opciones políticas, también importamos desde el mundo estadounidense un efecto Doppler en la interpretación del espectro político, de tal forma que si el “desvío hacia el rojo” en el espectro cosmológico indica una expansión del universo, el desvío hacia el azul y el negro verificado en el espectro político europeo, traduce una contracción y atrofia de este otro cosmos.
Es decir, lo que se ha producido por un lado es una coagulación de las opciones posibles en el llamado “centro” político, cristalizado en torno a un pensamiento único y excluyente, y por otro (y esto es más grave), un desplazamiento de ese «centro» hacia la derecha y la ultraderecha del espectro (el azul y el negro) que sin embargo se nos vende como el centro de siempre. Lo que muchos llaman y no sin motivo el «extremo centro» en referencia a su disfraz y verdadera ubicación.
Figura clave en nuestro país en ese movimiento espectral del “centro” hacia la derecha neoliberal fue Felipe González.
Si ajustamos por tanto esa visión importada y miope a partir de ese «extremo centro neoliberal» desplazado hacia la ultraderecha, y miramos ahora guiados por el modo clásico europeo de ver, ocurre que lo que muchos llaman impropiamente la «extrema izquierda» queda situada en el centro reconocible, que no es otra cosa que la socialdemocracia de nuestros padres.
De ahí la decadencia. De ahí que los pensionistas ancianos parezcan entre nosotros revolucionarios rejuvenecidos, cuando no son otra cosa que gente con sentido común y buena memoria.
Lo que ha desaparecido de nuestras sociedades posmodernas es precisamente el socialismo radical, y lo que ha proliferado hasta casi ocupar todo el espacio político es el capitalismo extremista, disfrazado sin embargo de centro moderado.
De ahí que a Bernie Sanders, un político socialdemócrata según los criterios clásicos, algunos en Estados Unidos y también por imitación en Europa, lo consideren bolchevique desatado o poco menos.
Es lo que ven con sus gafas. Pero esas gafas no son las nuestras.
Nosotros queremos seguir teniendo unos servicios públicos sólidos y bien financiados (es el programa básico de la socialdemocracia), ellos no. Tampoco aquellos que aquí les quieren imitar.
Europa nació en Grecia y en Grecia, hace unos años, en el fragor de la crisis y su precedente estafa, Europa decidió que la democracia era prescindible. Los hombres de negro fueron los lúgubres emisarios de aquel mensaje.
La escasa sensibilidad crítica de estos tiempos conformistas dejaron pasar aquello como un hecho menor y sin importancia. En realidad era el síntoma mayor de una involución asimilada por ósmosis, paso previo a la promoción poco disimulada del fascismo.
Hoy en Grecia se firma un nuevo capítulo de esa decadencia europea por la pérdida de referencias históricas, éticas, y políticas, y asistimos al finiquito de los derechos humanos como antes al funeral de los derechos sociales y civiles.
Contemplamos atónitos y preocupados como unos funcionarios lejanos que no pasan frío y han hecho suyo el discurso del fascismo, aplauden la «mano dura» contra los refugiados de la guerra y la desesperanza: hombres, mujeres y niños que si hubieran podido escoger permanecerían en su tierra. Pero no han podido escoger, solo se les permite morir.
He ahí el triunfo de la libertad.
He ahí los nuevos muros de Berlín que no hay prisa en derribar.
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