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Exámenes

Imagen de nile en Pixabay

 

[dropcap]E[/dropcap]n esta lenta cuarentena provocada por el coronavirus tenemos en los teléfonos y móviles unos fieles compañeros. ¿Qué sería de nosotros sin ellos? Bueno, no exageremos, que la capacidad humana de aguante y de buscar paliativos no tiene límites. ¡A lo mejor nos comunicaríamos hasta con señales de humo!

 

En una conversación con una profesora de Enseñanza Media me dijo que durante este forzoso parón presencial las clases han continuado, pero que cada cual, alumnos y profesores, están en «su casita, que llueve». Las lecciones se dan «on-line», pero podían haberlo llamado «por la nube» o con cualquier otro término de nuestro rico y hermoso idioma. ¡Vale, vale!

Me añadía esta profesora que había puesto unos ejercicios para que los alumnos contestasen. Muchos lo hicieron tecleando en el ordenador, con las consiguientes faltas de ortografía, de expresión y demás, como es habitual. Pero había algunos que lo habían manuscrito en un papel que luego habían fotografiado y enviado. ¡Pobre profesora! Al tiempo que tenía que dedicar para valorar los escritos tenía que añadir lo que le costaba entender lo que decían esos autógrafos de escritura endiablada.

Y esta conversación me trajo el recuerdo de mi compañero Ramón Bonache, cuando ambos estudiábamos Ciencias Geológicas en la Complutense. Tenía el buen Ramón una letra dificilísima de leer. Yo lo intenté algunas veces y me resultaba imposible. Se lo recriminaba y él, riendo, decía que para algunas cosas podía ser bueno que no le entendiesen. Tan enrevesada era su letra que en el examen final de Geodinámica Interna, el catedrático, el gran Manuel Alía Medina, le llamó para decirle que al día siguiente le esperaba en su despacho para que leyese lo que había puesto en el papel. Aprobó.

Después, siendo ya profesor de Geología en mi querida Universidad de Salamanca, tuve infinidad de casos parecidos, aunque nunca llegaron al extremo de tener que recurrir a la solución del profesor Alía Medina, aunque he de confesar que en más de una ocasión estuve a punto de hacerlo. En muchos casos alguna palabra, muy mal escrita, era deducible por el «contexto del texto», pero jamás, jamás, se me ocurrió bajar la nota al alumno por tener mala letra. Eso se deberían haber encargado de corregirlo cuando el pésimo escriba estaba en parvulitos o incluso en los primeros años de aquel bendito Bachillerato del Plan 1953 que tanto bien hizo a nuestro país. Por entonces incluso se trataba de corregir que los renglones, cuando se escribía a mano en un papel en blanco, no rayado, fuesen lo más paralelos posible.

Pues sí, amigos, sí. La mala letra es un suplicio para los profesores, que observo no se ha reducido con el tiempo. A este paso no me extrañaría que hiciesen obligatorio el empleo de los teclados de ordenador. ¿Os acordáis de los cuadernitos de CALIGRAFÍA? ¿Sabéis que en los antiguos ministerios tenían sus expertos calígrafos, cuyas cartas a mano eran verdaderas obras de arte? Y no sólo en los ministerios. Sin duda era una profesión empresarial muy necesaria para causar buena impresión. Hoy se diría que todo eso está obsoleto o fosilizado, pero yo sigo creyendo que tener una buena letra legible es un signo de distinción.

Y hablando de esto, siempre he admirado a los farmacéuticos, por entender perfectamente lo que dicen en sus recetas los galenos. Aunque parece que en estos tiempos las cosas han mejorado…

¡Los exámenes! Cuantos disparates habremos leído en ellos los docentes. Algunos se han llegado a publicar para diversión de los lectores.

Voy a contar uno que me ocurrió a mí.

«Un día me llamó el Decano de Ciencias para preguntarme si se había examinado Fulanito de Tal. ««- le conteste. «¿Y qué nota le diste?» -dijo. «¡Un cero, de los pocos que he dado en mi vida! ¡Parecía una tomadura de pelo!«. Ante esta información me rogó que bajase al decanato, donde estaban reunidos con él el Director del Departamento de Geología y la profesora que daba la Biología General. Y que llevase el examen de aquel alumno.

Recuerdo una de las preguntas: «Clasificación de las rocas carbonatadas«. Contestación: «Las rocas carbonatadas se clasifican en carbo y en natadas. Y éstas pueden ser sencillas o de nata montada. Y todas, a su vez, pueden ser de la marca tal o de la marca cual…»

Hasta aquí el examen de Geología de aquel alumno podía considerarse una broma. Pero a la profesora de Biología la había ofendido gravemente con ordinarieces que no se pueden repetir aquí.

Lo que se debatió a continuación era sobre qué se podía hacer con aquel alumno, además de suspenderle. ¿Expediente académico? No se podía. ¿Expulsión? Tampoco. Yo me ofrecí a hablar con los padres. «Ni se te ocurra» — dijo el Decano. «Te pueden denunciar por mal uso de información confidencial«. Al final se acordó que el alumno fuese convocado por el Decano para decirle que al año siguiente no sería admitida su matrícula.

A los pocos días aquel alumno se presentó en mi despacho. Me pidió perdón y me dijo que no quería seguir estudiando y que se quiso despedir con una broma. Le dije que por mi parte estaba perdonado, pero que tenía que demostrar su hombría yendo a disculparse personalmente, dando la cara, a la profesora de Biología. Nos despedimos dándonos la mano y no volví a saber más de él.

Ya digo que todo docente puede contar sus «batallitas«. Pero «para muestra basta un botón».

¡Y no olvidéis que estamos en guerra! ¡VENCEREMOS!

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