[dropcap]U[/dropcap]na sacristía, la de la catedral de Ávila, fue el escenario en el que se fraguó hace 500 años uno de los documentos más revolucionarios en el pensamiento político de la época. Lo era porque proponía un nuevo sistema, contrario a lo que hasta el momento la corriente europea dominante consideraba el orden natural de las cosas inspirado directamente por Dios. Este texto, que nunca entró en vigor, proponía ¡en 1520! que no era el Rey quien debía mandar sobre el Reino, sino que éste era quien disponía lo que el Monarca podía o no podía hacer. Tan ‘subversivo’ programa no podía acabar de otra manera que con la cabeza de sus promotores en la picota de Villalar.
Por: L. M. Torres / ICAL
El documento en cuestión es la Ley Perpetua de la Junta de Ávila, un escrito que recoge con dureza el proyecto político del movimiento comunero y que nació con vocación de perdurar a través de los siglos, para poner límites al poder real trasladando a una asamblea representativa de las ciudades las decisiones de Gobierno, según explica a Ical el profesor de Derecho de la Universidad Complutense, Ramón Peralta.
Este proyecto es considerado por diversos autores como Joseph Pérez, José María Maravall, Consuelo Martínez y Ramón Peralta un precedente constitucional, una proto-constitución o una verdadera carta constitucional, aunque el concepto no se crease hasta el siglo XVIII.
Su importancia como texto político es de tal envergadura que llegó a oídos de los padres de la Constitución Americana, 267 años después, y el precedente fue utilizado en los debates de la convención de Filadelfia. “Es, sin duda, el documento de transición más avezado de Europa Occidental en ese momento; ni en Francia, ni en Inglaterra ni, por supuesto, en el centro y este de Europa se planteaba algo parecido”, dice Ramón Peralta, profesor de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid y autor de ‘La Ley Perpetua de la Junta de Ávila (1520). Fundamentos de la democracia castellana’.
La Ley Perpetua de 1520, dice el profesor, expresa los elementos propios de una constitución política castellana formalizados en un texto aprobado por los representantes de las principales ciudades de la Castilla nuclear. El texto fue redactado y aprobado en una Junta Extraordinaria, es decir, sin una convocatoria previa del Rey que se instituyó a modo de Cortes Constituyentes y, como en las modernas Cartas Magnas, deja claro que su contenido se impone al Monarca y que la vocación de esta ley es que no pueda ser modificada ni por las Cortes ordinarias ni por el propio Rey. De este modo, solo un nuevo proceso constituyente podría reformar su contenido.
Peralta no quiere hablar de una revolución por las connotaciones de esa palabra en el siglo XXI ya que “el comunero en nada fue un movimiento republicano o que buscaba la toma del poder por los desposeídos, sino más bien conservador y basado en la idea castellana de jerarquía y libertad’. Sin embargo este programa político tiene aspectos revolucionarios en cuanto que diseña un orden tan moderno que en muchos países solo pudo desarrollarse en el siglo XIX o, incluso en el XX: total autonomía de las Cortes como asamblea representativa de los estamentos y de las ciudades, a la que se dotaba de capacidad de co-gobierno con el Rey; fijación de las funciones y el modo de elección de los procuradores; independencia de los jueces; garantías judiciales en favor de la libertad y los derechos de los ciudadanos; criterios de mérito en la provisión de puestos en la Administración, controles en el desempeño de estos oficios y abolición de las prebendas; amplia autonomía municipal en favor de Concejos elegidos por los propios vecinos; el establecimiento de una Hacienda Pública y un orden económico en beneficio del desarrollo material del reino, de su producción y su comercio y regulación de los derechos de ciudadanía, entre otros.
De este modo, el movimiento comunero que ha sido siempre visto como una revuelta de carácter fiscal, fundamentada en el rechazo a la llegada de un rey extranjero, a sus cargas impositivas y a su Corte repleta de nobles ávidos de riqueza, se hace mayor de edad y propugna también una reflexión sobre el Estado y sus fines.
Todo ello fue posible por un contexto de toma de conciencia de la burguesía local y de pujanza de las ciudades castellanas que podían considerarse a principios del siglo XVI como las sociedades más prósperas de Europa gracias al comercio. Solo un dato: la feria de Medina marcaba el precio de los principales productos de consumo en Occidente, a modo del Wall Street de la época.
“Democracia castellana”
Las ideas comuneras, explica Peralta, no surgen de la nada. Sus promotores eran personas con conocimientos y medios y beben de conceptos teóricos ya extendidos en ambientes castellanos, como son las ideas de Alonso de Madrigal sobre las relaciones entre el pueblo y los reyes y los derechos de los súbditos, pero también de una larga tradición de “democracia castellana” de raíz municipal que se remonta a la época de la repoblación y en la que los colonos, pequeños propietarios, eligen en comunidad al concejo y toman decisiones sobre sus vidas. “Esa identidad muy extendida en Castilla ha ido rebrotando y reprimiéndose a lo largo de la historia”, comenta el profesor, quien encuentra una conexión entre las Cortes de Cádiz y lo que califica como “precedente constitucional hispánico”
La Ley Perpetua nació en el verano de 1520 de los debates en Ávila de la Santa Junta, que fue el máximo órgano dirigente de la revuelta comunera. Después de que los procuradores enviados a Santiago y La Coruña por las ciudades castellanas se doblegasen a las presiones de Carlos V para sufragar sus ambiciones imperiales en contra del mandato de sus paisanos, en los meses de mayo y junio se suceden las revueltas en diferentes lugares, que fueron confrontadas por las tropas del Monarca.
En junio de ese año comienza a esbozarse ya la formación de un órgano político que pudiese liderar a los rebeldes e imponer al futuro emperador sus reformas. Toledo invitó al resto de ciudades a reunirse en Segovia para plantear sus reivindicaciones, pero finalmente es en Ávila donde acuden representantes de Toledo, Segovia, Salamanca, Toro, Zamora y los propios abulenses, si bien los zamoranos lo abandonaron pronto y los anfitriones vieron revocado su mandato, aunque ellos continuaron los trabajos por voluntad propia. Las sesiones se celebraron en la sacristía de la catedral.
No parecían muchos, pero un mayúsculo error del cardenal Adriano de Utrech, ordenando incendiar en agosto Medina del Campo, decantó hacia los comuneros a ciudades que en un primer momento se mostraron tibias, entre ellas León y Valladolid. En agosto, la Santa Junta emprendió camino a Tordesillas. Se reunieron varios días en la iglesia de San Martín de Medina del Campo y finalmente arribaron a la ciudad del Duero con ánimo de acabar sus trabajos y presentárselos a la firma a la reina propietaria, doña Juana I.
Allí se concentraron representantes de 13 de las 18 ciudades con derecho a voto en las Cortes (Ávila, Burgos, Toledo, Salamanca, León, Toro, Zamora, Valladolid, Soria, Cuenca, Guadalajara, Madrid y un mes después Murcia), por lo que adoptaron el nombre de Junta y Cortes Generales del Reino y asumieron las competencias del Consejo Real.
Una vez finalizados los trabajos, los procuradores presentaron el documento a doña Juana que se negó a firmarlo junto con otras disposiciones. El resto, es la historia de una derrota, un 23 de abril de 1521 en Villalar, que dio alas al proyecto imperial de Carlos y fortaleció un orden político cesarista en la que el Rey volvía a mandar sobre el Reino y éste pagaba, callaba y obedecía.