[dropcap]R[/dropcap]ecuerdo una vez, estando de viaje con unas amigas, en la que conocimos a un personaje bastante peculiar. El hombre nos explicó sus aventuras y desventuras y cómo estas le habían llevado a vivir a miles de kilómetros de su país natal.
La anécdota que más llamó mi atención fue saber que no se hablaba con ninguno de sus cuatro hijos y, lejos de expresar tristeza o rabia en sus palabras, se jactaba de ello.
Yo no sé si aquel hombre lo contó para impresionar a unas universitarias a las que triplicaba la edad, si todo era una burda mentira, si era una barrera para no mostrar sus emociones o si simplemente no le importaban sus descendientes.
Pero lo que sí sé es que a lo largo de mi vida he sido testigo de muchas situaciones en las que las personas tenían conflictos importantes y no los solucionaban. Fuesen amigos, socios o familia. Seguro que tú también conoces unos cuantos casos.
Los malentendidos y las disputas entre las personas están a la orden del día en todos los ámbitos: en los culebrones, en muchísimas canciones, en grandes novelas y películas, en el patio del colegio, entre compañeros de trabajo, en el Congreso de los Diputados y hasta en las mejores familias.
Y es que quien más quien menos tiene dificultades de comunicación. Unos para hacerse entender, otros para comprender exactamente lo que su interlocutor quiere decir, no sacar conclusiones precipitadas, observar sin juzgar al otro o ponerse en sus zapatos.
Si a la receta le añadimos que tampoco somos muy hábiles expresando nuestras emociones, que si nos hieren el orgullo ya no hay nada que hacer, que lo fácil es hacer reproches y que la escucha activa básicamente es cosa de psicólogos y curas, pues el problema no está en que haya un conflicto, que es lo más normal, sino que cuando sucede no sabemos cómo solventarlo.
¿Qué es lo que ocurre entonces? Pues no hay muchas opciones: o lo solucionamos y todo vuelve a la normalidad, o hacemos que lo resolvemos pero por dentro medio persiste el conflicto, o directamente se enquista y eso no hay quien lo arregle. Y cada actuación conlleva unas consecuencias, obviamente.
Dejar de lado el orgullo en cualquier enfrentamiento es, probablemente, la mejor de las soluciones. Es la que más concuerda con la frase «¿Tú quieres tener razón o ser feliz?».
Porque en muchas ocasiones las dos son incompatibles.
Es el desenlace que parece más difícil de inicio, pero el que, una vez resuelto el malentendido, nos ahorra más dolores de cabeza y noches sin dormir.
La segunda opción es muy habitual: a veces tenemos que solucionarlo porque no nos queda más remedio, pues el conflicto es con nuestro jefe, un buen cliente o con un vecino. Es una apuesta a medio gas por llevarnos bien y que la relación no se deteriore demasiado.
El problema está en que por dentro sigamos sintiendo ese resquemor que generó la discusión o que simplemente no soportemos a esa persona. Ahí es cuando tendremos que tirar de habilidades sociales complejas, porque en el mundo hay muchas personas que no nos gustan, ni su modo de pensar ni su forma de actuar. Pero por encima de todo está la convivencia, el respeto y la buena educación.
El peor de los casos es cuando una de las dos partes o ambas no quieren solucionar las diferencias. Nada de lo que pueda suceder a partir de ahí puede ser bueno: hay peleas, reproches e injurias. Malas caras. Llantos. Ira. Ello genera un malestar enorme entre las personas que están enfrentadas y también en los que están a su alrededor. La brecha cada vez es más grande, hasta que llega un día en que la gente se cansa de discutir. Lo habitual es que se opte por dejarse de hablar, aunque siempre hay quien opta por una opción mucho peor: la violencia.
Sea cual sea la opción que escojamos, si no nos lleva a la resolución del conflicto, tarde o temprano causará un gran daño. A veces irreparable. Otras veces se solucionará con el tiempo, pero nada volverá a ser igual. La pregunta es: ¿Realmente compensa?
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