Opinión

La exposición clandestina

Andrés Alén. Foto. Pablo de la Peña. ARCHIVO

 

[dropcap]L[/dropcap]a crisis que nos vino en marzo ha dado lugar a situaciones tan novedosas como la presentación de una revista de Semana Santa en pleno mes de julio. Es lo que sucedió este jueves con Christus en la Sala de la Palabra del teatro Liceo. Presentaciones a destiempo, actos cancelados, publicaciones aplazadas… La cultura está bastante descolocada y andamos todos un poco como pollos sin cabeza.

 

Por lo que a las exposiciones de arte se refiere, alguna se vio muy dañada. Especial mención merecería la que organizó La Salina para recordar a Teresa Sarto, que fue inaugurada justo antes del estado de alarma y cuando reabrieron la sala en junio, entre las restricciones aún vigentes y el miedo al virus que no se iba, los días que pudo visitarse pasaron prácticamente inéditos. Mayor desdicha fue la de Andrés Alén, genial como pintor, maestro en la percepción del arte y amigo singular al que por su bonhomía se le disculpa la ceguera futbolera. A veces he pensado que sobre él pesa una maldición, porque el relato de las cosas inverosímiles que a este hombre le han sucedido bien merecería una publicación específica.

Hace unos días tuve la suerte de asistir a la clausura de su última exposición. Efectivamente nadie se enteró, porque punto menos que fue clandestina. Una exposición sencilla, titulada Cuaresma XX-XX, que ni siquiera se pudo inaugurar. Se colgó en la parroquia del Dulce Nombre, en el Alto del Rollo, bajo los temores de un confinamiento previsto para dos semanas. La parroquia se cerró, como todo, y la reclusión se estiró hasta lo impensable. Las pinturas quedaron en las paredes, sin que el artista pudiera recibir siquiera la recompensa del reconocimiento. Tan solo acompañaron la oración callada y solitaria de los párrocos cuando bajaban a la iglesia.

Varias decenas de Cristos de Zamora y Salamanca, sus ciudades de referencia, estuvieron expuestos en las paredes de la iglesia durante meses… Y como no hubo inauguración, ni reseñas en los medios, aunque alguna ya estaba concertada, la exposición más duradera en el tiempo no tuvo visitantes, ni siquiera quedó registrada como tal. Tan trágico como sublime, solo al alcance de muy pocos. Protagonizar una exposición clandestina bien podría ser una propuesta conceptual atinada, pero si el destino es quien te la regala, por medio solo puede estar el dedo caprichoso de Dionisio en su inspiración de la tragedia.

Allí estuvimos, con el maestro y los párrocos, Tomás y Juan Andrés, impulsores junto a Moncho del arte religioso en nuestra diócesis. Allí estuvimos, clausurando lo que no inició, con la conciencia de ser unos privilegiados, de protagonizar un capítulo sublime de esa microhistoria de lo intrascendente que se eleva hasta la gloria y amalgama los episodios que nutren la leyenda. Así es la vida del artista desdichado que engrandece la historia de la creación. Hay quien dice, equivocadamente, que los genios necesitan la desgracia para serlo más. Al final la obra es lo que queda, pero incidentes como este acaban siendo los que consolidan el aura del artista.

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