[dropcap]L[/dropcap]a semana pasada me referí a San Miguel de Valero por ser un lugar donde me ocurrieron varios episodios anecdóticos, difícilmente posibles hoy. ¡Ha cambiado todo tanto! En esta ocasión voy a relatar mi etapa lepidoptérica, que allí tuvo su remate.
Las mariposas, lepidópteros o volvoretas son animalitos cada día más escasos, barridos por los insecticidas empleados masivamente. Salvo en los armarios, donde las polillas han sido siempre un terror, en el campo producían una sensación de bienestar con sus aparentemente locos vuelos entre flores y arbustos o en los claros de los bosques, remansos de paz para el espíritu del caminante.
Hoy se ve alguna, acá y allá, que por su escasez pasa desapercibida, dejando aquella alegría tradicional para el nostálgico recuerdo…
Yo no les prestaba mucha atención, acostumbrado a su revoloteo campestre. Pero un día, allá por el 76, se me ocurrió cazar alguna para entretener a mis hijos. Fue en Valdebujos, un lugar cercano a Forfoleda, donde, dada la serenidad que allí se respiraba y la presencia de una fuente de aguas claras, íbamos con frecuencia. ¿Cómo estará hoy? La última vez la fuente estaba seca y habían cercado el paraje para su aprovechamiento ganadero. ¡Y casi no había mariposas!
Bien, pues aquel lejano día del 76 cogí alguna como pude y admiramos su belleza. E inmediatamente sentí deseos de profundizar más en el tema. Compré bibliografía especializada y en mi primer viaje a Madrid adquirí en un caserón de la calle San Marcos, esquina con Barquillo, material para la caza, manipulación y exposición de insectos: manga, alfileres y cajas. Las tiras para extender las alas me las hice yo mismo cortando corcho.
Por un libro supe que en España eran famosos, incluso a nivel internacional, algunos cazaderos. Uno de ellos era la Honfría, cerca de Linares de Riofrío. Como conocía bien la zona, fui provisto del material para probar esa, para mí, nueva modalidad de excursionismo. Pero si en la concurrida zona de la fuente, con sus merenderos, mesas y barbacoas, había algunas mariposas, cuando subimos arriba, a lo alto de la sierra, con sus bosques de robles y carrascales, el espectáculo de los abundantísimos revoloteadores insectos nos dejó boquiabiertos. Cazamos unos cuantos ejemplares y aquella misma noche los extendí para su exposición, colocando con cada uno de ellos una tarjetita con el lugar, fecha y altitud donde vivían. Los determiné como Fabriciana niobe, una hermosa especie con escamas plateadas en sus alas.
Así se inició una gran afición que compartí con mis hijos, llegando a disponer de una buena colección con sus ejemplares perfectamente determinados, etiquetados y expuestos en cajas de tapa acristalada. Las reconocíamos en el campo por su nombre común: limoneras, vanesas, ortigueras, pavones, doncellas, ninfas, sátiros…Y algunas por el científico: Inachis io, Vanessa atalanta… Pero curiosamente, no volvimos a ver las fabricianas… Supe que había aficionados en todo el mundo que intercambiaban sus trofeos, pero yo no llegué a iniciar esas comunicaciones, limitándome a estudiar los hábitats y costumbres y a ampliar mis conocimientos en las zonas que conocía, especialmente en el Occidente de Asturias.
Pero había una especie que se resistía a ser cazada: la macaón, Papilio machaon, una bellísima volvoreta con cola en las alas, de vuelo rapidísimo.
Al mismo tiempo que penetró en mí esta fascinante afición compré una caravana y en ella hicimos una escapada de varios días a un bosquecillo que había en ese lugar que describí el otro día, en San Miguel de Valero. La semana pasada no dije que, a poco de seguir el camino, había en él un punto muy cercano al enorme barranco, que era aprovechado para tirar todo tipo de basuras y animales muertos. Como siempre quise montar esqueletos para su comparación con la fauna subfósil cuaternaria, indagamos que se podía encontrar en aquel osario. Mayoritariamente eran ovinos y caprinos y algún équido y vacuno, muy deteriorados por los carroñeros.
La sorpresa fue que más allá de la cota 931 vimos que había macaones, de modo que dedicamos un tiempo a cazar alguna. No resulto nada fácil, dada la rapidez de su vuelo, su inquietud y que el terreno no era favorable para ir corriendo detrás de ellas, por ser muy arbustivo.
Por fin cayó una en la manga, que manejaba Tito. Fue un instante de gran alegría. Pero, al levantar la red, en la que suponíamos estaba atrapada la presa, resultó que ella, muy lista, se había aplastado contra el suelo y, al ver la claridad aprovechó para emprender una loca huida. ¡No pudimos atraparla!
La Papilio machaon llegó a convertirse en mi obsesión. Hasta que un día una compañera me contó que su hermano trabajaba con esa especie en el Museo Nacional de Ciencias Naturales de Madrid, y que los ejemplares que estudiaba eran sacrificados nada más salir del capullo, para estudiarlos sin ningún deterioro físico. Como yo no deseaba llegar a tanto, abandoné aquella afición y me dediqué a la simple observación de las costumbres de tan hermosos animalillos.
Lo más espectacular de aquella etapa lepidoptérica de mi vida me ocurrió en un amanecer, al contemplar el paso de crisálida a imago de una «limonera«. Fue maravilloso ver como crecían rápidamente sus húmedas alas pegadas al cuerpo, como las desplegaba, colgada hacia abajo, y como cambiaba de posición para secarlas, temblorosas, al sol… Y como, al cabo de un rato, levantaba el vuelo. ¿Quién la había enseñado…? Hoy ese alborear de una mariposa se puede ver en muchos reportajes, cómodamente sentados en nuestra casa, pero jamás se sentirá la emoción que yo disfruté aquella mañana en que pude ver la metamorfosis de aquel insecto. ¡No cambió por nada el haber vivido en plena Naturaleza aquel momento!