[dropcap]H[/dropcap]oy voy a hablar de alacranes. Sus picaduras son muy dolorosas, como las de las víboras, y producen fiebres, pero en España no suelen ser mortales salvo que haya complicaciones motivadas por otras dolencias, como algún tipo de alergia, por ejemplo. Lo mismo, aunque en menor grado, se puede decir de las avispas…
Los alacranes son bichitos muy tímidos, que tratan de no llamar la atención, pero… ¡no se te ocurra molestarles! Si ves alguno, ayúdale a esconderse, o mejor ¡déjale en paz!
Me acuerdo de un programa de televisión, cuando ésta se podía ver sin que te atacase los nervios, que dirigía y presentaba José María Íñigo. ¿Cuántos años hará? ¿30, 40? Era una maravilla de entretenimiento variadísimo. Un día salió un señor que hipnotizaba a un alacrán, y explicaba cómo había que poner la mano para que no te hiciese nada. A la semana siguiente Íñigo nos trajo a otro señor, creo recordar que extremeño, puede que de las Hurdes. Se presentó con un gran frasco en el que había varios alacranes: metía la mano y sacaba, así, por las buenas, unos cuantos. ¡Sin ninguna precaución! Jugaba con ellos y decía «¡Hala, a tomar teta!» ¡Se abría la camisa y los ponía contra su pecho! ¡Y se los metía en la boca, con la cola y el aguijón fuera! Y el remate era que se quitaba la boina, ponía en ella alguno y se la colocaba en la cabeza. Seguramente muchos recordarán a Íñigo y sus espectaculares programas. ¡Qué tiempos aquellos en que la televisión española, todavía en blanco y negro, y única, era la mejor de Europa!
Yo no digo que hagáis lo que hacia aquel hurdano –¿cómo lo haría? ¿Qué les daba para que se portasen como corderitos juguetones?– pero tampoco hay que tenerles tanto miedo.
Hubo un tiempo en que la Cátedra de Mineralogía de la Universidad de Salamanca participó en la prospección de volframio en el campo charro salmantino. Una técnica de los buscadores era sirviéndose de luz ultravioleta, ya que la scheelita y otros minerales fosforescen bajo su impacto. Naturalmente, ese trabajo ha de hacerse por la noche. Contaban que al levantar las piedras en el campo veían que los alacranes ¡también eran fosforescentes al iluminarles! Hubiese sido interesante saber si eso caracteriza a otros animales nocturnos y si sus depredadores pueden, de algún modo, aprovechar esa circunstancia, o si es una señal intimidatoria de peligrosidad.
Yo, desde luego, no lo comprobé. Jamás me dio por salir de noche en busca de animales, plantas o minerales. Ni me llamaron nunca la atención los alacranes, salvo una vez, que me da pie para contarlo.
La primera vez que mis hijos vieron un alacrán fue en las orillas del río Huebra, cerca de Pozos de Hinojo. Este río era cangrejero y, de vez en cuando, veíamos como estos voraces animales se metían en frascos transparentes que les dejábamos en el agua con restos de comida. Pedro, muy chiquitín entonces, observó que uno muy pequeño, lejos de la orilla, se colaba dentro de una cajetilla abandonada y avisó a los demás. Al volcarla y salir el animal resultó que era un alacrán. No picó a nadie, pero el susto fue grande y educativo.
Conté la semana pasada que en el 77 pasamos unos días en un bosquecillo de pinos en las cercanías de San Miguel de Valero, en una caravana. Este feliz habitáculo lo aprovechábamos para pasar los veranos en Tapia de Casariego, en el Occidente de Asturias. Pero sólo viajamos con ella dos años. Después decidimos dejarla allí, en un pajar de la granja de un buen amigo.
Pero no por ello se nos pasaron las ganas de dormir en el campo, en tiendas de campaña. No eran tan cómodas como la caravana, pero… ¡es tan hermoso el amanecer!
Un fin de semana otoñal fuimos a pernoctar a aquel bosque de San Miguel de Valero, tan tranquilo, tan solitario… Aquella noche escuché ruidos raros, como si algo rascase la lona de la tienda. A la mañana siguiente, al desmontar la tienda, había debajo un alacrán. ¿Rasparía la lona con sus patas o el aguijón, o sería un sonido propio de él, algo así como un reclamo de apareamiento?
No sé. El caso es que sabiendo que por allí había estos animales, nos dedicamos a levantar las piedras con los martillos de geólogo y, efectivamente, era terreno de abundantes alacranes. Se nos ocurrió que podíamos atrapar algunos y disecarlos metidos en plástico transparente. Pero ¿cómo cazarlos? Con un frasco y unos palitos los cogíamos uno a uno y los transvasábamos a otro frasco que tenía… ¿qué?
Lo ideal era que hubiese sido alcohol. Pero no íbamos preparados para esa caza y se me ocurrió matarlos con VINO, que de eso sí teníamos para alegrar la comida.
Y así cogimos unos cuantos alacranes, que murieron felices y contentos, borrachos. El problema es que luego el vino que tragaron tiñó levemente de rojo la resina en que se embutieron. Y, por supuesto, como era la primera vez que lo hacíamos quedaron algunas burbujas bajo el cuerpo.
No volvimos a dormir en aquel lugar, que bien podía llamarse «el camino de los alacranes«. Ni tampoco volvimos a cazarlos. Alguna vez vi alguno al husmear bajo alguna piedra. Años después, caminando por allí, le cayó a Pili una garrapata que, afortunadamente, vimos y matamos. No volvimos. ¡No tengo miedo de los alacranes ni de los toros bravos, pero las garrapatas me dan pavor!