Opinión

Corruptofilia

rey juan carlos I d
El rey emérito.

[dropcap]H[/dropcap]emos de suponer que Urdangarin, vivo de reflejos, llegó, vio, y copió. Es decir, que cogiéndole el pulso a la “casa real” (no sé si este término es con mayúsculas de mayestático o con minúsculas de minucia) y observando atentamente lo que allí se cocía, quiso seguir el ejemplo de sus mayores en la escala jerárquica y se dio al robo y la buena vida.

O a la mala vida, según se mire, porque sobre esto hay opiniones distintas según el talante filosófico de cada cual.

Y es que lo que sorprende en este caso y en otros parecidos, es la cantidad de compatriotas que, empezando por señalados padres de la patria, consideran que el robo, la corrupción y el fraude, son la vía más rápida y aconsejable para llegar a la «buena vida». Ni por un momento se les ocurre pensar que el estudio y el trabajo honesto sean necesarios, o incluso muchos de ellos tienen a tales ejercicios como un obstáculo para medrar en un régimen como el que padecemos.

Por lo general, formas de pensar tan extrañas vienen inspiradas por el ejemplo de las Instituciones, que siempre irradian, desde la altura de su prestigio supuesto, un modelo de pensamiento y una forma de hacer.

Así como la necrofilia debe ser bastante desagradable, la corruptofilia, que tanto se le parece, debe dar mucho gusto si nos hemos de guiar por lo que abunda.

La corruptofilia incluye no solo el mismo acto y práctica de la corrupción sino también la admiración que provoca en no pocas víctimas de su imperio, que las lleva, primero a padecer con paciencia cristiana y silencio bovino sus efectos, y luego a un torpe y poco aconsejable intento de emulación.

Estos, como observan casi a diario que las más altas magistraturas del Estado se corrompen sin ninguna consecuencia desagradable, ni siquiera pasar un poco de vergüenza, piensan que todo el campo es orégano y a ello que van de cabeza.

No han sabido calibrar, los pobres fascinados, que en un régimen que no es democrático ni de derecho, sino que es monárquico y de privilegio, hay quien tiene patente de corso para robar, porque es rey o princesa serenísima (o porque está aforado), y hay quien no.

De manera que aquel que explota y engaña de forma criminal a un temporero creyéndose rey o parte de la corte, puede, con un poco de mala suerte, acabar en la cárcel. Es la virtud del ejemplo del vicio.

Es así como llegamos a la situación presente en que comprobamos que la corrupción tiene en España no solo terreno abonado y abundantes frutos (de los que pudren toda la cesta), sino ingente número de admiradores, no solo entre los que se benefician de ese cáncer -un entramado variopinto de golfos-, sino entre no pocos de los más perjudicados por ella.

Sorprendente. Aquí concurren y se juntan un exceso de desvergüenza por un lado y una escasez de juicio por el otro, ambos colaborando al fracaso del Estado.

Y es que -conviene advertirlo- la corrupción es el camino más corto hacia el fracaso de cualquier proyecto civil, y por elevación de todo el Estado. Cuando la frase “reforzar las Instituciones” nos suena a “reforzar y amparar la corrupción” es que algo va mal.

Pedro Sánchez y parte de su gobierno han pasado a formar parte de ese grupo de ciudadanos, ciegos voluntarios, que intentan establecer un cordón sanitario entre la forma de las Instituciones (la monarquía) y sus consecuencias más esperables (el privilegio y la corrupción).

 

La conclusión que se saca, a poco que uno se esfuerce en ejercer la lógica aristotélica y la observación empírica, es que en nuestra democracia todo es postizo y de mentira, incluido el estado derecho, ese que reza en uno de sus primeros axiomas que todos somos iguales ante la Ley.

Semejante merengue merecía un adorno proporcional a su falta de sustancia, y que mejor para ello que una monarquía rococó de las que ponen tierra por medio cuando se descubre el pastel.

Pedro Sánchez y parte de su gobierno han pasado a formar parte de ese grupo de ciudadanos, ciegos voluntarios, que intentan establecer un cordón sanitario entre la forma de las Instituciones (la monarquía) y sus consecuencias más esperables (el privilegio y la corrupción). Aquí como en otros casos, la forma determina el contenido. No es difícil comprenderlo: el privilegio injustificado no es, y nunca lo ha sido, fuente de justicia.

Se entrega así Pedro Sánchez, con poca perspectiva de futuro, a esa estrategia hipócrita descrita por Lampedusa en «El Gatopardo”, que aconseja cambiar todo para que no cambie nada, la cual es alentada siempre por el conservadurismo más rancio.

La duda es si esa postura, en la línea del PSOE monárquico de Felipe González, otro excusador, concuerda con la opinión de sus militantes y votantes, generalmente progresistas o incluso en muchos casos socialdemócratas.

La Constitución hay que respetarla, sobra decirlo, pero también debe estar alerta a los defectos de fábrica y a las críticas. Debe tener las puertas abiertas a su reforma y mejora.

Otra forma de Estado es posible, y esto tampoco es necesario recordarlo. Es obvio. Y debe ser el pueblo soberano, mediante referéndum o el mecanismo que se considere, el que decida estas cuestiones principales, sobre todo cuando determinados defectos y vicios han quedado demostrados hasta la saciedad, por no decir hasta el hambre de justicia.

Se requiere con urgencia en nuestro país, para evitar la desmoralización general de la ciudadanía, que las altas magistraturas del Estado den ejemplo de honradez, y para ello nada mejor que el hecho de que estén sujetas a crítica y transparencia, renovación periódica, y respondan a la misma ley que el resto de los ciudadanos.

Estas características, propias de una democracia, es mucho más probable encontrarlas en una república que no en una monarquía.

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