[dropcap]¡[/dropcap]San Bartolomé! En su día, 24 de agosto, muchos pueblos celebran su patronazgo. Y todos, todos los años, me viene el mismo recuerdo de mi infancia, cuando pasaba aquella festividad en Casavieja, el lugar donde nacieron mis padres.
Es curioso que no sienta la festividad de San Isidro como mía, siendo, como soy, nacido en Madrid. ¿Será que tiran más de mí los orígenes de mis progenitores? ¿Cuántas generaciones nacerían en la abulense Casavieja?
Pues sí. Todos los años me veo con otros chiquillos marchando al son de la música, detrás de la banda de Escalona (Toledo), que durante tres días amenizaba las fiestas. Y que nos despertaba recorriendo las calles al son de «Quinto levanta, tira de la manta…». ¡Qué emoción cuando tocaban el Himno Nacional en la misa mayor!
Aquellos músicos eran como dioses para nuestra imaginación infantil. Como entonces no había hoteles, cada uno se alojaba en casa de alguien, donde era agasajado durante aquellos días de fiesta. Uno lo hacía en casa de mis tíos Santiago y Victoria, donde iba yo con mucha frecuencia. ¡Le contemplaba embelesado, con la boca abierta!
Varias veces asistí a las corridas de toros, que se celebraban en un ruedo formado por carros en la Plaza Mayor. Las familias llevaban allí los suyos y los niños –yo entre ellos– se colocaban debajo; también había unas barricadas o defensas de madera, a modo de burladeros que cerraban los huecos. Pasaba un miedo tremendo pensando que la fiera iba a embestir aquellas rústicas defensas. Lo que no recuerdo es si los toreros llevaban traje de luces. Creo que no. No sé cuando cambiaron aquella antiquísima costumbre de la plaza con carros. Debió ser en aquellos dos años en que no fui, quizás en el 52. El caso es que a partir de entonces una empresa ponía una plaza desmontable en un llano que había en la salida del pueblo hacia la sierra, en «Los Tejares». Allí estaba el enorme pajar de mi tío Santiago, donde tantas veces jugué mis aventuras revolcándome en el heno, imaginando que yo era el «guerrero del antifaz». ¡Sueños infantiles provocados por mi pasión por la lectura de aquellos tebeos que quisiera volver a leer! ¡Mejor dicho, a vivir!
Otras cosas que me vienen a la memoria son los juegos con otros niños del pueblo. La verdad es que no lo pasaba muy bien con ellos. Os diré por qué. Mi gran cortedad de vista me obligó a llevar lentes desde muy pequeño. Ello, a la salida del colegio a donde fui desde mis 4 años, me limitaba mucho mis relaciones con otros niños. No fue por esa crueldad que dicen que tienen los niños –en lo cual no creo–, pero un día, en la madrileña plaza de San Gregorio, hoy de Chueca, me llamaron «gafotas«, provocando mi retracción a volver por allá. Mi madre y mis hermanos se dieron cuenta y me procuraron distracciones caseras, además de mi gran pasión por la letra impresa. Y mi casa se convirtió en un campo de juegos y en «tebeoteca» de todos mis amigos –Felipe, Jesús Luke, Luis Sierra–, que aprendieron, conmigo, a disfrutar allí más que en la calle.
Por esa razón los juegos infantiles de los niños de Casavieja, que consistían en enredar todo lo posible, no me gustaban. Hurtábamos frutas, nos tirábamos piedras, nos pegábamos, en fin todo tipo de tropelías sin mucho daño, pero que eran actividades para mí muy diferentes a las de la ciudad. Sólo había una cosa en común: tirar la peonza, que no se me daba nada bien. No había juegos tranquilos, como las tabas, el taco, las carreras con chapas, las canicas… Aunque es posible que esas distracciones las dejasen para el invierno.
Lo que más me gustaba en aquellos años de mi primera infancia era montar en burro. Incluso me tenían preparado uno a mi medida, pero al poco tiempo creció –como yo– y tuvimos que dejar aquella entrañable asociación.
Todo eso cambió para mí después de los dos veranos en que no estuve en Casavieja. Ya con 11 años disfrutaba yéndome a bañar al arroyo de los Molinos o cazando lagartijas o ranas con los hijos de mis primas –Marisa, Feli, Pepito, Mercedes, Nines–, a los que lideraba. Un día, con los pies sumergidos en el agua cenagosa de una «olla de Pedro Botero» que es como allí llaman a las marmitas de gigante, sentí que algo me tocaba. Eché mano y saqué… ¡una culebra de agua! Por supuesto, dejamos de jugar a aquel tipo de pesca. Otro día se me ocurrió poner una lagartija viva en el hombro de mi prima Victoria, que ya tendría entonces sus 35 años cumplidos. El grito despavorido que lanzó y su ataque de nervios al sentir que el inocente animalito pretendía meterse por el escote fueron descomunales. ¡No sé como mi prima no me mató! En cambio, su marido, Mariano, mutilado de guerra, ¡se partía de risa, echando más leña al fuego! Creo que el enfado con él me salvó a mí de una merecida paliza.
Esta prima mía tenía una cabra a la que enseñé a topar y se pasaba el día arremetiendo contra todo bicho viviente; un día subió al primer piso y al ver en el espejo grande de un armario a otro congénere, ya os podéis imaginar lo que pasó. A aquella cabra sí que la mataron por aquello. Y de nuevo fueron para mí las culpas, merecidas, por haberla educado así. ¡No sería ese un indicio de mi vocación docente! ¡No habré enseñado yo a algunos humanos, machos y hembras, a topar con la gente!
En fin, os he contado parte de mis recuerdos, que siempre vuelven a mí en este día de San Bartolomé. ¡Espero que os hayáis divertido conmigo!
1 comentario en «En el día de San Bartolomé»
Me ha parecido precioso tu relato sencillo y comprensible, suerte que has tenido de criarte allí. Gracias por tu relato. ??