[dropcap]¿[/dropcap]Cálculos? No es que esté preguntándome cuándo estuvo la famosa novelista Agatha Christie en la ciudad del Lazarillo y de la Celestina, ni cuántas personas van a decírmelo. No. Me refiero a otro tipo de cálculos, los del riñón.
Y es así porque un amigo me ha dicho que padece uno y que sus dolores son tremendos. Lo cual me da pie para contar aquel imaginario diálogo:
«-¡Ay, caballero! ¡Usted no puede saber lo que sufrimos las mujeres al dar a luz!
-¡Ay, señora! ¡Usted no puede saber lo que sufrimos los hombres si nos pillamos cierta parte del cuerpo con la tapa de un baúl!»
Supongo que casi todos conocíais este chiste, testimonio del dimorfismo sexual tan necesario para la reproducción de la especie humana.
En lo que no hay tan marcado dimorfismo es en los cálculos renales. Por eso, una mujer puede proclamar que el dolor provocado por un cálculo es tan grande como el que sintió en un parto. Evidentemente, eso no lo puede decir un hombre, como no sea por haberlo oído. Pero su sufrimiento masculino si puede que sea igual o superior al femenino, porque la expulsión de la arenilla debe ser más difícil.
¿Y qué tengo que ver yo con los cálculos renales?
Hacia el final de la década de los 70, un urólogo muy conocido entonces en Salamanca, José Antonio González Mediero, visitó a Antonio Arribas, catedrático de Cristalografía y Mineralogía de la Universidad, para pedirle ayuda para la realización de su tesis doctoral.
Traía un paquete de fotografías de cálculos renales, realizadas con un microscopio electrónico. Al verlas, Antonio Arribas le sugirió que las examinase yo, como experto en Geometría Cristalina.
Y ese fue el motivo de que se iniciase una amistad entre aquel urólogo y yo, no por motivos de mi salud, gracias a Dios, sino para ofrecerle mi ayuda en sus problemas académicos.
En cierta ocasión fue él quien me ayudo a mí: en aquellos felices años, para conseguir el carnet de conducir hacía falta un certificado médico, cuyo impreso en blanco y las pólizas correspondientes se compraban en los estancos. Yo llevaba ya diez años conduciendo y mi gran defecto visual no provocó el más mínimo percance debido a ello. Es lo que yo siempre he dicho: que se conduce con la cabeza y que los ojos son sólo una parte de ella. ¡En aquellos años del «2CV» y del «600», en los que pocos vehículos eran capaces de superar los 90 km/h., aquello se podía hacer sin problemas! Después ya no fue posible y pasados otros diez años tuve que dejar de conducir hasta que aquellos maravillosos oftalmólogos dieron luz a mis ojos. Pues bien, fue José Antonio González Mediero el que firmó aquel certificado tan necesario para mí. ¡Qué hubiese hecho yo sin él!
Un día nos comentó que para analizar químicamente las muestras usaban, para molerlas, un mortero de mármol o algo parecido. Cuando le dijimos que había otros mucho mejores, los de ágata, que empleábamos en Mineralogía para evitar posibles contaminaciones por ser menos porosos, se preocupó para adquirir uno para su laboratorio.
Y allí, entre las batas blancas de los analistas fue frecuente, a partir de entonces, oír aquello de «¡Pásame el mortero de ágata cristi!». ¡¡Que conste que he castellanizado y «minusculizado» a propósito el nombre de la novelista, porque los morteros de ágata no son suyos!!
Pasó el tiempo y un día, por fin, José Antonio González Mediero leyó su tesis doctoral. Yo no estaba en el tribunal que la juzgó porque entonces los Profesores Adjuntos no podían hacerlo. Los que sí estaban, que yo recuerde, eran Pedro Amat, como director de su tesis y del tribunal, y Antonio Arribas.
Llegó el momento en que José Antonio describió los procedimientos empleados y todos le oímos: «se muelen las muestras en el mortero de ágata cristi; quiero decir, de ágata«. Hubo un silencio. El único gesto, dada la seriedad del acto académico, fue la mirada de jolgorio que nos cruzamos Antonio Arribas y yo. Después, durante la tradicional comida postdoctoral, a la que asistí como invitado especial, se comentó jocosamente aquello, sin ningún ánimo de ofensa ni de crítica. Y durante muchos años fue la comidilla de conversaciones entre amigos médicos. Yo creo que aquello le dio fama imperecedera a aquel buen urólogo y amigo.
¿Y en qué pude yo ayudar en la tesis doctoral de un urólogo? Sabido es que los cálculos renales son agregados cristalinos de carbonatos, oxalatos o fosfatos. Pero su naturaleza no se podía conocer por su forma, vista al microscopio electrónico. Al menos, así era entonces, aunque puede que hoy sí sea posible; no sé. Lo que yo podía identificar, o al menos intentarlo, eran los sistemas y clases cristalinas en que cristalizaban aquellas muestras, que debieron ser extraídas quirúrgicamente, dado el poco desgaste que mostraban.
Se presentaban en agregados cristalinos globosos de superficie asperísima erizada, con hábitos individuales masivos, aciculares o planos. Muchas formas terminaban en punta. El tamaño de los cálculos que vi era muy variado. Había uno, que debió ser de un cadáver, que medía más de 13 mm.
Se trataba, «de visu«, de ejemplares que cristalizaban en los sistemas monoclínico (clases 2/m, m ó 2), rómbico (clases 2/m2/m2/m, 222 ó 2mm), tetragonal (clases 4/m2/m2/m ó 4mm) y hexagonal-trigonal (clases sin precisar). No se observó ningún cristal aislado. Contabilicé hasta 17 formas diferentes, aunque algunas eran muy parecidas, de las que hice sus respectivos esquemas.
Muchas veces, desde entonces, me he imaginado los atroces dolores y sangrías provocados por estas partículas erizadas de púas, al moverse en el interior de nuestro cuerpo.
¡Y hasta pienso que esos dolores pueden ser mayores que los de un parto! Pero no lo he podido comprobar. ¡Nunca he padecido ni de cálculos renales ni, menos, de lo otro!
1 comentario en «Cálculos: ágata cristi en Salamanca»
Muchas gracias, Emiliano, por las anécdotas que sigues ofreciéndonos con regularidad metódica. Tienes un arsenal!
Un fuerte abrazo y hasta pronto!