Opinión

Así finaliza el cuento de mi padre

¡Tenéis que llenarme el caldero! (dibujo de E. Jiménez)

 

En la primera parte de este cuento de autor desconocido, el cura de Casavieja, D. Fructuoso, para librarse de Catorcena, le envió a pedir un caldero lleno de oro a Pedro Botero, en el infierno:

(continuación)

Marchose Catorcena hasta la puerta del infierno y llamó dando un gran golpe con el caldero. Salió un diablo enfurecido, todo él colorado como un pimiento…

¡A ver! ¿Qué pasa aquí?

Pues nada… Que he venido para que me llenéis este caldero de monedas de oro, de parte de mi amo, D. Fructuoso, el cura de Casavieja.

¡Hombre! ¡Tienes gracia, tú! ¡Espera, espera y verás! Pasa para dentro y vamos a ver al jefe.

¡Pues no le veo yo la gracia, con el calor que sale de ahí, pero… bueno…! ¡Vamos a ver a quién sea!

Y aquel demonio tan rojo condujo a Catorcena, riéndose siempre entre dientes, como una hiena, a la presencia del mismísimo Pedro Botero.

¡Jefe! Aquí le traigo a este andoba, que a buen seguro le va a desencajar las fauces de tanta risa…

Cuenta… cuenta…

Ya le he dicho al guindilla este que vengo de parte de mi amo, el cura de Casavieja, para que me llenen este caldero de monedas de oro. ¡Y rápido, que tengo prisa por salir de este infierno…!

De las carcajadas horrísonas que soltó Pedro Botero, éste se cayó del asiento, que -por cierto- estaba hecho de huesos. Cuando por fin pudo hablar, dijo:

Me has caído bien, Catorcena, pese al coscorrón que me he dado. Mira… Te lo vamos a dar, pero para ello te lo tienes que ganar… ¿Ves ese enorme tronco que nunca nadie pudo partir…? Pues tú, como dices que eres tan fuerte, ¡a ver si lo cortas!, que necesitamos leña para calentar esa gran marmita que ves ahí, llena de aceite.

Y al decirlo la corte de diablos no paraba de reírse, mirándose entre ellos y comentando:

¡Parte… parte la leña para hervir el aceite! ¡Ya verás luego a quien vamos a freír…! ¡Ja, ja, ja!

Catorcena comprendió muy bien que aquella marmita y aquel aceite estaban preparados para él, pero no por ello perdió los ánimos.

Cogió el hacha enorme que le trajeron entre tres demonios, y tomando impulso, arreó un tremendo golpe al tronco. ¡Y éste se resquebrajó, dejando el hierro preso en la hendidura!

¿Veis cómo no era tan difícil de cortar? ¡Claro que solamente yo soy capaz de hacerlo! Aunque… como no me ayudéis, no voy a poder sacar el hacha del tronco…

Maravillados quedaron los demonios de la gran fuerza de Catorcena. Y dijeron:

Y… ¿qué tenemos que hacer?

Pues colocar las manos en la grieta y tirar con toda vuestra fuerza cuando os diga, para que yo pueda sacar el hacha y seguir cortando…

Así lo hicieron los demonios. Pero el hacha no se movía. Por lo cual, Catorcena pidió a Pedro Botero que trajese más demonios, y que incluso él mismo colaborase, por ser el más fuerte. A lo que accedieron todos, por seguir la corriente a aquella diversión.

En ese momento, cuando todos tenían las manos metidas dentro del tronco, Catorcena aprovechó para extraer el hacha de la grieta, y ésta, al cerrarse, aprisionó los diabólicos dedos entre sus labios.

¡Eran de ver –mejor dicho, de oír– los gritos de toda aquella caterva, que, por más esfuerzos que hacían, no conseguían librarse del mordisco vegetal.

¿Creíais que era tonto, eh? ¡Pues ahora os vais a estar ahí, con los deditos apretados, hasta que me prometáis dar lo que os pedí educadamente cuando llegué! ¡Y agradeced que no os aumente la contribución…!.

Como todavía se mostraban remisos a conceder la petición, Catorcena cogió un barreño de aceite hirviendo, que por allí estaba preparado, y con un cazo a modo de hisopo, les escanció las espaldas.

¡Tomad…tomad de vuestro infernal brebaje! ¿Quién ríe ahora, eh?

Por fin se convencieron los demonios de que había que hacerle caso a Catorcena, prometiéndole dar el oro.

Por lo cual, llegando éste a la grieta, metió las manos en ella,  y abrió el tronco en dos, liberando a todos los diablos.

Cuando se recuperaron del dolor en los dedos, le llenaron el caldero con doblones de oro y, una vez hecho esto, Pedro Botero dijo:

¡Anda y vete con todos los diablos! ¡Huy! -Quiero decir con todos los ángeles…- ¡Vete con tu maldito oro, y que no se te ocurra volver por aquí nunca más, que no te abriremos…!

Marchó de allí Catorcena bien contento. Y al llegar a Casavieja, D. Fructuoso exclamó:

¡Dios Santo! ¡Ni el mismísimo Pedro Botero ha podido contigo!

………………..

Pero los doblones duraron poco. Ya se sabe lo que es esto… Y nuevamente el señor cura se puso a discurrir como librarse de Catorcena. Hasta que…

Catorcena, mañana te vas hacia donde sale el sol, y cuando llegues a la mar, saludas a la Sirena y le preguntas…

Pero…

¡Te he dicho mil veces que no hay pero que valga! ¡Y no se te ocurra volver sin su respuesta!

Y así, Catorcena salió al día siguiente hacia oriente y, con el tiempo, llegó a la orilla de la mar. Buscó…, y allá, en unas peñas, estaba la Sirena peinándose sus largos cabellos rubios.

Tenía de medio cuerpo hacia abajo cola de pescado, que brillaba con luces de nácar.

Fuese hacia ella Catorcena y le espetó:

¡Buenos días, Sirena de la Mar…!

¡Suelta! ¡Suelta, te digo, o te doy con la otra mano! (dibujo de E. Jiménez)

Pero… Dios no había dado voz a aquél ser, puesto que de nada le hubiese servido en las profundidades líquidas. Por eso no le contestó.

¡He dicho que buenos días…!

Nada. Catorcena se estaba empezando a sulfurar. Y más, con la mirada burlona de la Sirena de la Mar.

¡Mira, es de muy mala educación no contestar al saludo! De modo que si no me respondes… ¡te daré una torta!

Y como no contestó –¿cómo iba a hacerlo?–, Catorcena le soltó un bofetón.

Pero como la Sirena siempre estaba en la mar, tenía la piel cubierta de pez, y la mano de él se quedó pegada al carrillo de ella.

¡Suelta! ¡Suelta, te digo, o te doy con la otra mano!

Así lo hizo, ante la callada por respuesta. Quedó preso de las dos manos…

¡Suéltame, o te arreo una patada!

Silencio. Chut y nueva prisión.

¡Que me suelteeees!

Y al propinarle una nueva coz, quedó Catorcena oprimido de pies y manos contra el cuerpo de la Sirena

Ésta, cansada ya del juego, se tiró a la mar, llevándose a Catorcena hasta el fondo, de donde ya no pudo salir. Y allí comió todo lo que le vino en gana…

Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado…

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