El cuento que contaba mi padre, que sabe Dios donde aprendió, terminaba tristemente. Como muchos me lo han recriminado se me ha ocurrido continuarlo, procurando imitar el estilo fantástico del anónimo, que en esta continuación deja de serlo. ¡Es mío!
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[dropcap]R[/dropcap]ecordaréis que dejamos a Catorcena pegado de pies y manos al cuerpo de la Sirena de la Mar. Y que ésta, cansada del mudo juego, se sumergió en las aguas.
Todos supusimos que Catorcena se ahogaría. O que, hechizado por un milagroso sortilegio, podría respirar en las profundidades, donde comería los maravillosos productos del mar.
¡Pues no! ¡No fue así! Catorcena, como buen castellano de tierra adentro, prefería un buen tostón asado de Segovia y no quería cambiar sus pulmones por branquias, como los renacuajos, pero al revés.
Y conforme iba bajando a las profundidades pensaba como librarse de la adherencia al cuerpo sirénido. Como era un hombre extraordinario, no sólo de fuerzas hercúleas, sino también de recursos mentales, se le ocurrió una gran idea.
Dedujo: «Si la beso, seguro que me rechaza. Y entonces me soltará»
Dicho y hecho. La besó larga y profundamente, en la boca. Y tal como lo pensó, ocurrió. La Sirena le dio un empellón con sus brazos y Catorcena quedó liberado de sus ligaduras pegajosas.
Nadando con todas sus fuerzas llegó a la playa y descansó, exhausto, en la arena.
Pasó el tiempo y un dulcísimo canto, embriagador y sensual, le despertó. Era la Sirena, que volvía a por su perdida presa…
– «Ven, Catorcena, ven. Vuelve a mis brazos» – cantaba.
– «Pero… tú… ¿no eras muda?»
– «¡Sólo canto y hablo a quien quiero! ¡Vuelve a mis brazos y sentirás la mayor felicidad del mundo!»
– «¡No, Sirena de la Mar! Ya lo probé y no me han quedado ganas de repetir… ¡Vete!»
Marchó la Sirena a sus aguas, pero volvió al cabo de un rato… Encontró a Catorcena desnudo, pues había puesto sus ropas a secar sobre unas peñas… Y dijo:
– «Mira, Catorcena, lo que he cogido para ti. ¡Vuelve a mis brazos! ¡Ven, mi amor!» – Y en la mano le mostró una perla como un garbanzo…
– «No. No. ¡No me tentarás con esa cosita»!
Volvió la Sirena a la Mar. Pero regresó al cabo de otro rato.
– «¡Ven conmigo, Catorcena! ¡Mira que «cosita» te regalo!» – Y ahora le entregó otra perla, pero del tamaño de una nuez.
Espantado, cogió Catorcena sus ropas y las dos perlas y huyó corriendo. La Sirena, llorando, muy despechada, se sumergió de nuevo en el mar, que se cerró sobre ella con un gran remolino…
Recuperada la calma, Catorcena se preguntó dónde estaba. Nada le recordaba el camino por donde había venido… Y anduvo de un lado para otro, comiendo de todo lo que encontraba a su paso.
Ya estaban las ropas deshilachándose cuando llegó a una extraña ciudad amurallada. Catorcena, muy prudente, enterró las perlas en dos lugares fáciles de recordar y se acercó a la gran puerta de la muralla. De pronto se vio rodeado por unos guardias de fiero aspecto, vestidos con chilabas, que le hablaron en una lengua desconocida. Por señas se entendieron por fin y le condujeron a la presencia del rey.
Como no le comprendían, Catorcena vio una enorme pila de piedra y yendo hacia ella, la abrazó y levantó sin esfuerzo aparente. Sorprendidos y admirados ante la portentosa fuerza, se ganó el respeto de todos y le agasajaron como a un huésped distinguido.
Pero pronto aquellos infieles se dieron cuenta de que lo más distinguido del huésped era su hambre insaciable y pensaron -¡cómo no!- en librase de él.
Catorcena, que no era tonto, y que rápidamente aprendió los rudimentos de su lenguaje, se percató de la trama y antes de que las cosas pasasen a mayores, les propuso que le facilitasen los medios para emprender una larga peregrinación a la Ciudad Sagrada y a cambio les daría una portentosa perla del desierto que les proporcionaría la prosperidad en el futuro.
No estaban muy conformes aquellos africanos con este trato, porque… ¿de dónde la iba a sacar? ¿Es que se criaban perlas en el desierto?
A lo que Catorcena les pidió que le prestasen un manto negro, muy amplio, y que le dejasen solo en las afueras de la ciudad, para poder realizar sus conjuros secretos.
Concedido lo que propuso, salió extramuros e inició una serie repetida de gestos y pantomimas muy teatrales, invocando a gritos a los dioses, brazos en alto y arrodillándose luego hasta apoyar la cabeza en el suelo.
Y así, una de las muchas veces llegó a donde había escondido la perla pequeña y, sin que nadie se percatase, la recogió.
Terminada la larguísima ceremonia volvió a traspasar la muralla y mostró su trofeo, que -muy sabiamente- ofreció al rey.
– «Tomad, Majestad, esta muestra de mi poder, que multiplicaré cuando regrese de mi peregrinación»
¿Cómo no iban a dotarle de todo lo necesario para un largo viaje?
Y así, bien pertrechado, emprendió Catorcena su periplo. Lo primero que hizo, en la primera noche, fue recoger la perla gigante, que guardó secretamente. Y marchó al día siguiente, pero desviando su ruta un poco en cada jornada, hasta llegar a una ciudad costera, donde, con el dinero que le habían dado fletó un barco con destino, no hacia Oriente, sino a las costas españolas.
Desembarcado, emprendió, con lo que le sobraba y siempre con la oculta perla gigante, la vuelta a Casavieja, donde llegó después de pasar grandes aventuras, que contaré otro día.
Al llegar a su destino, don Fructuoso se llevó las manos a la cabeza al ver el regalo de Catorcena. Y ya más calmado, le preguntó:
– «¿Cumpliste mi encargo? ¿Qué te dijo la Sirena de la Mar?»
– «¡Pues me dijo que quería tener dos piernas y ser mujer!»
– «¿Y qué le contestaste?»
– «Pues que a mí me gusta más la carne que el pescado. Y que cuando las tuviese, hablaríamos…»