Opinión

El tambor

[dropcap]S[/dropcap]usana, gran amiga, me ha contado una historia que le ocurrió a su marido cuando éste tenía unos once años, dato que después me confirmo él.

En aquel tiempo había pedido a los Reyes Magos un coche y como había sido muy bueno –no sé si el niño o el año—le trajeron uno, esplendido, con volante y claxon.

Es de suponer que el niño andaría ya con la mosca tras la oreja – ¡once añitos!—pero los Reyes Magos son muy listos, e inventarían algo para que la inocencia del muchacho perdurase una vez más. ¿Quién no lo ha hecho así? ¡Es tan maravillosa esa candidez, esos ojos abiertos como platos! ¡Ese pensamiento de que sus amigotes no tienen razón al decirle lo que, poco después, él descreerá por sí mismo!

Y ya tenemos al niño —Albertín le llamaré– montado en su amado coche, atropellando todo y atronando hasta a los sordos con su bocina.

Pero un día funesto ésta enmudeció. Por más que apretaba el botón, no sonaba. Y así una y otra vez…

Triste y desesperado acudió a quien lo podía arreglar: ¡su infalible progenitor! ¿No era él quien le resolvía aquellos enrevesados problemas de aritmética, que no comprendía sin su ayuda? ¿No era él quien conducía aquel gran coche, en el que iban los domingos al campo o a ver a los abuelos? ¿Y qué decir de los enchufes, desagües y demás chapuzas caseras? ¡Seguro que reparaba su cochecito en un santiamén!

"¡Papaaaaa! No pita".
«¡Papaaaaa! No pita».

Y su papá se puso manos a la obra, moviendo esto y aquello. ¡Pero nada! ¡El claxon no pitaba!

-Bueno, hombre, no llores. –le dijo—Mañana lo llevaremos al mecánico que me arregla a mí el mío y nos lo dejará como nuevo.

Pero al día siguiente al volver del trabajo estaba muy cansado y lo aplazó. Y luego, al otro, también. Y luego…

Albertín se acostumbró a conducir avisando con su voz. ¡Qué remedio! No por ello lo pasaba mal. No.

Llegó el verano y con él las reuniones familiares. Tenía Albertín un primo cuatro años mayor que él, con el que se llevaba muy bien. Le gustaba deshacer sus juguetes para verles las tripas e intentar arreglar los cachivaches desahuciados de los mayores. Hoy es un brillante informático.

El caso es que un día dijo a Albertín, refiriéndose a la bocina:

-¿Quieres que lo vea yo?

-Bueno. Pero ya verás cómo no puedes hacer nada. Ya lo intentó mi padre.

Con un destornillador abrió la tapa de la caja y hurgó acá y allá. Hasta que…

-¡Anda! ¡Pero si alguien ha colocado aquí un esparadrapo para que no suene!

Y el cochecito volvió a despertar de su siesta a todo bicho viviente…

Aquel día terminó la infancia de Albertín. Y siempre dice que “en este mundo no te puedes fiar ni de tu padre”.

MORALEJA: ¡No se te ocurra nunca comprar a tu hijito un tambor!

 

2 comentarios en «El tambor»

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