[dropcap]D[/dropcap]espués de la pavorosa muerte de Ramiro y de su entierro siguieron días de horror en Almenara de Tormes. Nadie se atrevía a adentrarse en el bosque del páramo, ni tampoco en las riberas. La gente salía de sus casas lo imprescindible; parecía que la vida se había detenido. Pero más terribles aún eran las noches… Nadie dormía, todos pendientes del más mínimo ruido o ladrido canino.
Lucas se reconcomía de rabia pues el objeto de su deseo, cada vez más feroz, se le alejaba día a día. Porque Elvira, muerto tan terriblemente su marido, contemplaba espantada su pecado; tremendamente arrepentida lloraba muy sinceramente a su difunto. Y, por otra parte, ¿cómo acercarse a ella, siempre acompañada por sus solícitas comadres?
En la aldea todos pensaban que había que acabar con aquella situación y pensando, pensando, a uno se le ocurrió, y así lo propuso, que alguien se acercase a Salamanca para pedir al obispo que les enviase un clérigo para combatir al infernal dragón. Idea que fue admitida y llevada a cabo prontamente, pues todos querían volver a la normalidad.
Fue así como llegó a la aldea fray Gonzalo, bajito y gordinflón, siempre dispuesto a tomar un vaso de vino y a degustar un buen banquete.
Pronto se hizo cargo de la situación: aquel Ramiro ¡sabe Dios como había muerto realmente! Y estos aldeanos, ¡qué pobres eran! ¿Cómo le iban a alimentar? Pero había que obedecer a Don Vidal…
Lo primero que hizo para ganar la confianza de la gente fue bendecir la tumba de Ramiro y poner una cruz sencilla en ella, sacralizando su tierra.
Para volver lo más pronto a su querida Salamanca se le ocurrió a fray Gonzalo organizar algo así como la «caza y derribo del dragón» en la que participaría toda la población masculina incluyendo ¡claro está! a la gente de armas del castillo-atalaya. Mientras tanto las mujeres entonarían cánticos y rezos en la fábrica de la iglesia, que por entonces ya disponía de un sencillo techado, pero a la que aún le faltaban ábside, portadas, canecillos, frisos y otros detalles de interior. ¡Dicho y hecho! Dirigió la cacería el inteligente fraile, armado de cruz alzada de madera y rodeado de toda la feligresía portando toda suerte de herramientas de guerra y caza, o de simples garrotes. ¡Por supuesto que todo bendecido previamente!
El largo recorrido por los intrincados vericuetos del bosque tuvo paradas imprescindibles en el lugar donde murió Ramiro, clavando allí una cruz y otra donde fueron hallados sus restos. Al acercarse la noche la procesión volvió al pueblo, con sus componentes más valientes que a la salida.
Se repitió la marcha, tres, cuatro días más, con rezos ante las cruces, con lo cual el buen fraile pensó que ya estaba bien de paseos campestres que –pensaba él– no habían servido nada más que para rebajar notoriamente su cintura.
Discurrió, pues, que para las almas místicas de aquellas gentes sencillas no estaría de más hacer una ceremonia aparatosa que les librase de aquella presencia demoníaca nefasta en la que él, secretamente, nunca creyó. Vestido de pontifical celebró una misa a la que asistieron todos y en ella realizó una especie de exorcismo grandilocuente aspergiendo agua bendita en todas direcciones, llamando al demonio con sus numerosos nombres y ordenándole que se llevase a su servidor, el dragón, de nuevo a las entrañas de la tierra.
Por tres veces repitió la jaculatoria, con la voz tronante y entre un gran silencio. Acabada la misa, ordenó tres días de ayuno y abstinencia con la promesa de que al cabo de aquel tiempo el dragón habría desaparecido de este mundo. Y sin más, marchó a su Salamanca, pensando en la comilona que se iba a regalar nada más llegar.
Y efectivamente, el dragón no volvió a hacer acto de presencia ni en los tres próximos días ni en los siguientes. Primero tímidamente y en grupos, y luego más airosamente, aunque siempre armados, poco a poco los aldeanos fueron penetrando nuevamente en el bosque, donde no ocurrió nada anormal. Y la paz volvió a Almenara.
Pero… ¿llegó también la paz a las apasionadas almas de Lucas y de Elvira? Eso ya lo veremos… mañana.