[dropcap]T[/dropcap]ermina un curso académico en la Universidad, el segundo consecutivo que se ha visto alterado por la pandemia Covid-19, y ya es hora de planificar el curso próximo, previsiblemente el primero de la nueva normalidad, y por tanto es tiempo para que, antes de planificar, nos preguntemos que impacto ha tenido la pandemia en los usos, costumbres y formas de enseñar y aprender de profesores y alumnos, y como ha incidido en la enseñanza por competencias. Para los lectores no familiarizados con la nueva jerga académica diremos que las competencias incluyen conocimientos, procedimientos y actitudes relacionados con la práctica profesional futura de los estudiantes.
Seguramente el principal impacto, en términos positivos, es la aplicación y desarrollo de las nuevas tecnologías en el proceso formativo, un desarrollo que hubiera tenido lugar igualmente sin la pandemia, pero que esta ha acelerado considerablemente. La formación on line en cualquiera de sus variantes ha venido para quedarse y posiblemente constituya un avance importante en la democratización de la enseñanza en el sentido de ofrecer contenidos formativos en el mismo cuarto de estudio del alumno. Son los contenidos teóricos (el saber) y prácticos (saber hacer) en casa, disponibles 24 horas al día en la mesa del estudiante, sin necesidad de desplazarse a las facultades y centros universitarios.
El riesgo es que se generalice la actitud de alumno oyente, una actitud que practicaban muchos alumnos en la enseñanza presencial pre-covid y que, ahora, posiblemente les resulte mucho más fácil. Es cierto que los nuevos sistemas permiten la interacción de profesores y alumnos a través de las TICs pero no es menos cierto que dicha interacción es mucho menos intensa y mucho más lejana que la que se mantenía en las clases presenciales.
Por otra parte, aún asumiendo que sea posible mantener la calidad de la enseñanza en la formación a distancia en conocimientos y aptitudes, no es menos cierto que la transmisión de las actitudes (el saber ser) que hacen referencia a los comportamientos de los profesionales en función de las reglas de la ética y la humanidad, exigen de una relación más estrecha con los profesores y con los propios compañeros y esto, si es importante en todas las disciplinas universitarias, es absolutamente imprescindible en los estudios de Ciencias de la Salud. Extraordinarios médicos y profesores como Carlos Jiménez Díaz y Gregorio Marañón señalaban que la medicina se aprende más y mejor en las habitaciones de hospitales, en la cabecera de la cama de los pacientes, que en las aulas y laboratorios de las facultades.
Quizás sea la oportunidad para repensar que contenidos formativos del saber y del saber hacer pueden ser adquiridos por el alumno de forma autónoma mediante los instrumentos (plataformas digitales) que se ponen a su disposición para la formación a distancia, y cuales exigen de la interacción presencial de profesores y alumnos en aulas, seminarios, laboratorios e, incluso, en los pasillos de las facultades (o de los hospitales), redistribuyendo el tiempo docente del profesorado en detrimento del saber y del saber hacer y a favor del saber ser. El cambio no será fácil, no lo ha sido hasta ahora, ni para profesores ni tampoco para los alumnos.
Es posible que lo que no fue capaz de cambiar en la práctica la reforma del Espacio Europeo de Educación Superior, que ha traído más ruido que nueces, más cambios semáticos que prácticos, posiblemente por falta de los medios necesarios para implementarlos, termine siendo una pandemia la que finalmente lo cambie. Seguramente ello exigirá replantear muchas cosas, y no me refiero solo a los recursos tecnológicos, sino también al tipo de profesorado necesario para afrontar un cambio educativo de tal calibre. En concreto, en Ciencias de la Salud, necesitamos más profesores con vocación docente en los hospitales y centros de salud.