[dropcap]N[/dropcap]o es que tenga vocación de hereje (si acaso solo un poco) pero a mí el término «ortodoxia», en según qué titulares, me pone nervioso.
«Poca estridencia y mucha ortodoxia”. Así es como se describe en un artículo reciente de El país el copernicano giro «profundo» del gobierno.
Y quizás ese sea el problema: que esa “ortodoxia” que se presupone deseable (uno de esos prejuicios con que nos van lavando el cerebro) ya no nos resulta “estridente”, sino que a pequeñas dosis la vamos incorporando a nuestra condición de zombis. A casi nadie ya se le ocurre darle una vuelta al asunto y pensar si no estaremos ante un axioma falso y una ortodoxia extremista.
La fuerza de la costumbre. La inercia moldeada en los medios de comunicación de masas y en gran parte en los programas de telebasura.
Incluso con una memoria normal, es decir moderada y pragmática (aunque no por eso “ortodoxa»), algunos recordamos perfectamente de dónde viene esa expresión de “ortodoxia” y a qué hace referencia en un contexto político y económico.
Pongan, si quieren, el término «económico» primero y el término «político» después, para entrar propiamente en materia, dado que la deriva de nuestra Historia reciente (que algunos consideran completa y satisfecha de sí misma) hacia la “ortodoxia”, lleva a ese orden de jerarquía. Ya nadie duda de que es el poder económico el que toma las decisiones políticas, siendo en muchos casos la democracia un mero adorno prescindible y superfluo de la plutocracia.
Muchos temen por la democracia, así lo dicen con angustia y así lo vemos expresado una y otra vez en los medios de comunicación, pero son pocos o al menos insuficientes los que hacen algo por remediarlo. Por lo general hay inercia y pasividad frente a esta nueva (a la vez que muy vieja) “ortodoxia”, cuyo despliegue se ha acelerado en las últimas décadas sin demasiados obstáculos.
No hace tanto este neomodelo se oxidaba y criaba telarañas en el cuarto de los trastos viejos como algo que nuestros padres y abuelos consideraban inservible.
Por resumir, tras la segunda guerra mundial, que se saldó con la derrota del fascismo y la derecha totalitaria (salvo en España), en Europa hubo una «ortodoxia» vigente y triunfante, y también admirada (o envidiada) de forma general en el mundo, pues incluía componentes humanistas y sociales, tipo socialdemocracia, en una parte muy dilatada del espectro político, configurado este espectro en la dura experiencia de la guerra y sus antecedentes. Y entre esos antecedentes y causas principales de la guerra estaba un «neoliberalismo» (es decir un capitalismo salvaje y desregulado) que precedió al actual y al que muchos hicieron responsable de las crisis económicas y sociales que abocaron en los años treinta, primero al conflicto social y después a la guerra.
Como ven, la Historia más que completarse parece repetirse.
Tras el enfrentamiento bélico y sus numerosos muertos, el nuevo paradigma de orientación «social» y “demócrata” dirigió la máquina, para bien de muchos, hasta la revolución neocon, es decir hasta la revolución de la ultraderecha económica protagonizada y dirigida por la dama de hierro y Ronald Reagan (que proclamó en Wall Street aquello tan ilustrativo y amenazante de «Vamos a liberar a la bestia») con los apoyos en colonias de actores secundarios como Tony Blair, Felipe González y similares.
Un inciso: para resumir el papel de este último (Felipe González) en la susodicha contrarrevolución, en un artículo reciente (también de El País) se decía que lleva tiempo (años quizás) sin decepcionar, dando por sobreentendido el autor del artículo que a quien no decepciona nunca el expresidente González (Umbral le retiró lo de Felipe) es a la derecha más extrema.
Pero esto nos llevaría al tema de las máscaras y la farsa en el ámbito del PSOE posmoderno, y eso daría para otro artículo.
Decíamos pues que a aquella ortodoxia post-bélica y post-fascista, tan útil para el bien público y envidiada en tantos puntos del globo, sucedió otra de naturaleza bestial (como quedaba claro por la proclama de Reagan en el templo de los delitos financieros), de vocación global también y fruto de un ánimo de revancha por parte de aquellos intereses económicos, sin duda muy poderosos y con capacidad de quitar y poner gobiernos, que se mostraban contrarios al anterior esquema, en que prevalecía el bien común y los intereses de la mayoría frente a los minoritarios.
Ya nadie duda de que es el poder económico el que toma las decisiones políticas, siendo en muchos casos la democracia un mero adorno prescindible y superfluo de la plutocracia.
Al final de un esfuerzo involutivo suficientemente financiado (con todo lo que esto conlleva de puertas giratorias, compra de políticos, toqueteo de jueces, indultos a banqueros, etcétera) lograron imponer el modelo actual de «ortodoxia» (bestial o neoliberal, escojan ustedes el adjetivo) en el que se asume como cosa hecha y de manera pasiva («no hay alternativa») que el mundo seguirá discurriendo así, con la riqueza de todos acumulándose en manos de unos pocos, que además muestran escasos escrúpulos a la hora de delinquir, con la precariedad laboral y vital extendiéndose entre las masas, y con los equilibrios ecológicos (una vez rotos los equilibrios sociales), de los que depende nuestra propia vida, dirigiéndose de forma acelerada hacia el abismo.
De ahí que el término «ortodoxia», en según qué contexto, como puede ser un cambio de gobierno, que seguirá siendo “ortodoxo» (según se nos amenaza), me preocupe.
En realidad, Pedro Sánchez parece estar describiendo desde hace ya tiempo una curva tipo boomerang que partió del apoyo en la militancia para lo que en teoría era una recuperación del componente socialdemócrata del PSOE, hasta hoy que parece claro su regreso al redil del establishment neoliberal.
O quizás todo ha sido un espejismo, y ya desde el principio mostró su preferencia por pactar con Ciudadanos, el partido artificial de la plutocracia, antes que con Podemos, heredero del 15M.
Lo que pasa es que la militancia, que le levantó y le sostiene, prefería un pacto de izquierdas, es decir progresista. La lección constante, al menos en nuestro país, es que cuando un político dice que ha entendido el mensaje de las urnas, el significado recóndito de esa expresión es que piensa hacer justo lo contrario de lo que ese mensaje sugiere.
Esta permanencia en la ortodoxia extremista (la que impone el neoliberalismo nunca reformado ni refundado de la Europa posmoderna) es tan absurda como la del que cae por un abismo y su principal preocupación es seguir siendo «ortodoxo» hasta el batacazo final.
Síntoma de esta insensatez es el acceso a la vicepresidencia primera de Nadia Calviño, la «independiente» más dependiente de la plutocracia.
Si en la primera razia de esta horda se nos obligó a introducir el “austericidio” en nuestra Constitución para ser “rescatados” (en realidad quienes fueron rescatados fueron los delincuentes financieros y los políticos corruptos que nos habían llevado al desastre de esa “gran recesión”), en esta segunda cabalgada de los bárbaros tenemos que seguir recortando pensiones y derechos consolidados para recibir la pasta europea.
Ya saben: jubilarse más tarde, pagar por circular en carreteras públicas, sanidad y educación privatizadas y para quien pueda pagársela, energías y bienes básicos a precios prohibitivos, y unas Administraciones públicas expertas en la explotación y la estafa laboral, como vemos por el caso de los trabajadores interinos, que siguiendo el modelo predominante son de nuevo las víctimas que pagan la factura de la estafa, implementada en este caso por los administradores de la cosa pública, con la colaboración necesaria de sindicatos muy principales.
Y es que esa es otra: ¿qué puede esperarse de unos sindicatos financiados por un estado neoliberal? Pues lo que puede esperarse y de hecho se obtiene (a cambio de la pasta) es unos sindicatos literalmente “ortodoxos”. Así nos va.
No tardaremos mucho (quizás ya estamos en ello) en incluir en este paquete de ortodoxia europea la xenofobia y el racismo.
Así que los herejes solo podemos desear una cosa: menos ortodoxia (de la mala) y más imaginación (de la buena).
Las crisis múltiples a que nos enfrentamos lo requieren y no se resuelven con el mismo catecismo que nos ha llevado a ellas.