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Opinión

Bisturí a la Constitución

[dropcap]U[/dropcap]na de las situaciones más llamativas con las que nos tropezamos en estos momentos reside en lo que constituye una obsesión tremenda de quienes nos gobiernan, obsesión en torno a la permanencia inmaculada del texto de la Constitución. Y es más llamativa tal fidelidad –es decir, fe ciega– en ese texto por cuanto esa gente, en su día, no votó a favor de esa Constitución. Aunque ya se sabe que siempre los conversos suelen ser, quizá por hacer méritos, los más intolerantes. Como ejemplo, saquemos a escena el caso de Aznar, que en el momento de echar a andar la puso a caldo perdido como se halla perfectamente documentado, pero ahora se ha apoderado de ella.

Y como ejemplo en relación con la necesidad de cambiar el texto constitucional, metamos en escena a Rajoy, mandamás del momento, que se opone a introducir las reformas que necesita ese texto. Pero, mira por cuanto, se me ocurre entrar en la escena con protagonismo mío (otros periodistas salmantinos podrían hacerlo igual…, si les diera la gana, pero a alguno no le dará tal gana)  para demostrar que Rajoy nos la vuelve a meter doblada. Y es que el día 6 de mayo de 1992 publiqué una información sobre un hecho producido el día anterior en esta ciudad, pues Mariano Rajoy, vicesecretario general del PP, había defendido con ímpetu propiciar “una reforma de la Constitución”, ya que ésta “se ha ordenado sobre un principio dispositivo superado por los acontecimientos”, y en concreto se refería a la situación autonómica. Como todo se encuentra sobradamente claro, ahorro todo lo demás de cuanto añadió Rajoy aquel día en la Universidad, en el aula de Salinas, dentro del Foro de Iberoamérica.

[pull_quote_left]Lo que manda son los votos, ya lo hemos visto con su cisco sobre el aborto: al infierno los principios morales, ¿ideológicos?, o lo que sean[/pull_quote_left]Aquel Rajoy mantuvo con contundencia lo que ahora niega con la misma contundencia, aunque se halle sobradamente justificado meter en restauración un texto que no es dogma de fe, sino guía de convivencia de un país que se halla –palabras rajonianas– “superado por los acontecimientos”. Cuando, como ocurre, desde otras formaciones se proponen reformas y vías para hacerlas, se responde desde el mando absoluto que no se propone nada de nada razonable, pero su mundo tampoco propone nada de nada de nada para nada.

Claro, entonces Rajoy era poseedor de un pelo y barba negrísimos, mientras que ahora ya le vemos sus vellosidades canosas. Será por eso por lo que no vale lo que rezó antaño en esta ciudad…, era otro entonces. O, quizá, es que somos unos inconscientes: si Rajoy no se acordó –ni se ha vuelto a acordar– de lo que estableció en su programa electoral al llegar al Gobierno, ¿cómo va a recordar lo que exigió en el aula de Salinas el martes 5 de mayo de 1992? Lo que manda son los votos, ya lo hemos visto con su cisco sobre el aborto: al infierno los principios morales, ¿ideológicos?, o lo que sean, porque lo que cuenta es lo que representa la cantidad elevada de mis votantes que se despegan si ese asunto sale adelante.

A la Constitución mantiene que no hay que cambiarla. Pero se abrazó bien abrazado a Rodríguez Zapatero para meternos a los españoles una dentellada de horror con la modificación del artículo 135 en pleno verano de 2011 con tal de dejar tranquilos a “los mercados” y reventados a quienes vivimos en España. ¿Y ahora no se puede tocar una Constitución en la que los principios –palabras rajonianas, otra vez– han sido “superados por los acontecimientos”? Sólo lo que se ha montado en Cataluña, pero también mucho más, requiere entrar con bisturí en el texto constitucional, que ni siquiera es inmaculado, que no es virgen, porque su esencia es que sea adecuado y usado al servicio de la convivencia de los ciudadanos de este territorio en el que nos asentamos.

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