[dropcap]S[/dropcap]uele decirse que el cerebro de un niño es como una esponja. Todo lo absorbe, arrastrado por esa fuerza primigenia que es la curiosidad. Tres cuartas partes de su alma están hechas de esta materia: la curiosidad. El resto sería un alma vegetativa, con automatismos incorporados, muy útiles a la hora de conservar la propia máquina corporal.
Lo extraño de la condición humana (somos un animal sorprendente) ha intentado explicarse por una especie de infantilismo perpetuo que técnicamente recibe el nombre de «neotenia».
Esta inmadurez conservada en la edad adulta, más marcada en unos individuos que en otros, explicaría que incluso con una cierta edad a cuestas no dejemos de mirar el mundo con interés y sorpresa, y de hacernos preguntas, presos de una curiosidad que no se marchita.
Los poetas serían un caso extremo de esta inmadurez, llamémosla positiva, que en mayor o menor grado define a la especie.
Siempre se ha dicho de ellos que contemplan el mundo con ojos nuevos y abiertos al asombro, como de niño, y lo que ven intentan expresarlo con un lenguaje balbuceante, no bien sujeto a las reglas rígidas de los adultos.
Sin duda es un privilegio poder contemplar el mundo con esa frescura y con esa capacidad de atención y goce.
Caso parecido sería el de aquellos adultos que llegados a la edad de las responsabilidades graves, parecen desoír la voz de la manada, hecha de automatismos hipnóticos y rituales contagiosos, y que ven las circunstancias de esa edad con la misma extrañeza y curiosidad con la que de niños miraban a los grillos y las lagartijas.
Circunstancia propia del mundo adulto es la política, muy distante claro está del mundo infantil.
Llena como está de espejismos y engaños, de códigos secretos que ocultan la realidad, acercarse a ella con ojos nuevos y aún no contaminados, depara un sinfín de sorpresas y una experiencia muy parecida a la que describe el cuento (con moraleja) del «rey desnudo».
Donde la manada hipnótica ve un rey institucional y ricamente vestido, el «neoténico» (si así puede decirse) ve un rey en pelotas.
No solo le impacta la desnudez de aquella alta figura sino el consenso en la ceguera de la masa.
Veamos un ejemplo reciente:
A casi nadie extraña entre los adultos integrados, estando como están todos -según parece- al cabo de la filigrana jurídica, que el PP, en este asunto de la renovación del Consejo del Poder Judicial, reclame y aporte como excusa para no ceder en su bloqueo, un veto a la participación de Podemos, partido que forma parte del gobierno actual y que goza de representación parlamentaria.
En vez de vetarse a sí mismo, que es lo razonable, el PP exige que se vete a Podemos, que no viene a cuento.
Sin embargo, el neoténico, que contempla el asunto con la misma ingenuidad y curiosidad científica con que observaba a los grillos, no entiende esta actitud. Más bien esperaba de unos adultos con los ojos abiertos y la lógica intacta, que el PP se vetase a sí mismo. Es decir, que en un resto de pundonor y dadas las circunstancias que concurren, exigiera su propio veto como razonable medida de higiene y para no hacer más daño a la justicia.
Lo cual, como saben, no es lo que ha ocurrido.
En vez de vetarse a sí mismo, que es lo razonable, exige que se vete a Podemos, que no viene a cuento.
¿Y cuáles son las circunstancias que concurren en este caso?
Pues las circunstancias que concurren en este caso, y que son de dominio público (pero la memoria es débil y conviene recordarlas), es que el partido que reclama el veto de Podemos en esta cosa de la renovación de los jueces, es el mismo que se jactaba no hace tanto de toquetear a los jueces del Tribunal Supremo por detrás (Cosidó dixit). Lo cual nos recuerda a lo que hacen las hormigas con los pulgones, a los que toquetean por detrás para extraer de ellos una gota de melaza.
El mismo partido que con fondos reservados escamoteaba pruebas a los jueces para confundirlos en su investigación cuando investigaban la corrupción del PP.
Y aquel que en operaciones del mismo calado (a nivel de las cloacas) su mano derecha ignoraba lo que hacía su mano izquierda, pero «el presidente lo sabía».
El ingenuo naíf aspirante a adulto integrado en la cosa institucional, contempla esta serie de circunstancias y no sale de su asombro.