[dropcap]A[/dropcap] veces vamos en busca de emociones fuertes parapetados tras la pantalla de la ficción, y nos hacemos por ejemplo con una película de «miedo» o una de gánsteres.
Con el mismo objetivo recurrimos también a películas de desastres distópicos que ya damos como inevitables, conscientes del rumbo que llevamos. Mientras llegan esas calamidades previstas nos entretenemos fantaseando con ellas.
Podría valer en un momento de dado «El tercer hombre» (1949), dirigida por Carol Reed, pero irradia un aire literario (está basada en una novela de Graham Greene escrita como paso previo al guion) que rebaja el terror un tanto, y la musiquilla de fondo (compuesta por Anton Karas), tan agradable y jovial, no ayuda a espantarnos del todo.
Sí es cierto que ya aparece en ella el «mercado», y concretamente el mercado negro (desregulado) de la posguerra, como protagonista principal de la historia, y como una puerta abierta de par en par al abismo moral y el terror, con esos niños malogrados que se acumulan en el hospital por exigencias del lucro mercantil.
En esa historia algunos «listos» diluyen la penicilina, que podría salvar vidas, para aumentar las ganancias. El resultado es que en vez de salvar vidas, las malogra.
Más o menos como ocurre en nuestro tiempo, aunque no estemos en posguerra (quizás lo nuestro sea un preámbulo) en que también la simple calefacción e iluminación de los hogares se malogra por exigencias del guion, o sea por exigencias del lucro.
Ahora los «listos» no diluyen penicilina sino que vacían pantanos e inflan facturas eléctricas, con el mismo objetivo: aumentar las ganancias caiga quien caiga.
La diferencia entre aquel tiempo que describe «El tercer hombre» y el nuestro es que entonces las fuerzas del bien y del orden público perseguían e intentaban atrapar al malo, el listo de la penicilina (representado por Orson Welles), para impedir que siguiera cometiendo fechorías y malogrando criaturas, y en el nuestro en cambio los malhechores son «emprendedores» bien situados y un ejemplo a seguir. Y además tienen en nómina a las «fuerzas del bien» y a los políticos de turno. Toda una mafia.
La noria que rueda ahora, desde la que los ciudadanos parecen hormiguitas, puntitos negros sin rostro ni entidad (así los veía desde lo alto de su noria el personaje representado por Orson Welles), son las puertas giratorias. Que no paran de girar y girar.
Podría valer también para pasar miedo en una tarde de otoño «El Faro» (2019), del director Robert Eggers, que es una magnífica película pero se adentra en un terror existencial y metafísico que entre susto y susto puede llevarnos a la reflexión filosófica, y no es meditación trascendente lo que buscamos, sino miedo a palo seco mientras damos buena cuenta del sándwich.
¿Y qué tal un documental sobre nuestra actualidad política o geopolítica, nacional o internacional, para inducirnos al temblor?
Desde luego esta rama de la actividad humana, la política, siempre ha estado llena de oscuridades y terrores, y es capaz de meter el miedo en el cuerpo al más plantado.
Además esa condición siniestra de algunos de nuestros gerifaltes no se ha visto aminorada por nuestros progresos tecnócratas, sino que incluso podemos afirmar que vive un momento de auge y expansión, precisamente por esa posmodernidad tan tecnológica como siniestra.
Bastaría fijarse en uno de ellos, por ejemplo Putin, como botón de muestra, y recordemos que Putin es un tecnócrata consumado de los servicios secretos y las cloacas del poder.
Para ello podemos acudir a una magnífica serie documental de la BBC sobre su figura: «Putin: de espía a presidente» (2020), dirigida por Nick Green.
El terror que de su historia se desprende es tan próximo y real que da miedo de verdad y el sándwich se nos atraganta en el gaznate.
Dado que en estos días están saliendo a la luz los llamados «papeles de Pandora» podemos imaginar en qué consiste «votar bien» y por qué no interesa (no les interesa a ellos) que se vote en libertad
Y no se trata solo de los envenenamientos de los opositores como práctica habitual de su gobierno, las oscuridades de los servicios secretos, las cloacas y los actos terroristas amañados, de un maquiavelismo a prueba de bomba, sino que quizás lo que más miedo da es toda esa farándula de «líderes» occidentales (casi todos «neoliberales») que como colegas bien avenidos le bailan el agua al nuevo «zar», en esos conciliábulos de alta política en los que «ellos se lo guisan y ellos se lo comen», da igual que sean de Oriente o de Occidente.
El que no se asusta ya con esto es que está curado de espanto o anonadado por la incredulidad.
Si no es terror paralizante lo que buscamos sino solo pasmo que nos aclare las ideas, podemos prestar atención a las declaraciones de Vargas Llosa en la convención del PP, que han causado sorpresa a muchos aunque no a todos.
Para quien se hubiera despistado, Vargas Llosa deja claro que esto de la posmodernidad y el fin de la Historia no va de democracia y de votar en libertad, sino de votar bien. Y votar bien es votar como nos digan que votemos y como él vota, porque de lo contrario y si nos desviamos un ápice de ese mandato no salimos en la foto.
A lo peor si no entramos por el aro de esa forma correcta de votar que es la suya, hasta nos hacen un bloqueo perimetral con ese dinero negro tan influyente que a su lado los votos legítimos parecen cosa de pobres.
Dado que en estos días están saliendo a la luz los llamados «papeles de Pandora» y en relación con los mismos se menciona el nombre de Putin y allegados, Vargas Llosa, Tony Blair (predicador de la tercera vía y discípulo de Thatcher) y otros muchos más, podemos imaginar en qué consiste «votar bien» y por qué no interesa (no les interesa a ellos) que se vote en libertad.
Conocer estos «papeles» (tan poco austericidas para sus beneficiarios) y recordar que los sanitarios españoles tuvieron que enfrentarse a las primeras embestidas de la COVID sin ninguna protección, y que durante toda esa lucha tan cruel y desigual y con tantas víctimas (hasta la vacunación), los medios han sido precarios e insuficientes, es darse de bruces con la coherencia del «sistema» y la hipocresía de sus apóstoles.
Impedir que las empresas y bancos relacionadas con estas tramas de fraude fiscal participen de los fondos europeos de recuperación, sería actuar con coherencia y en defensa propia, y a favor del ciudadano y del bien común.
Mientras la mayoría intentamos digerir tanta sinvergüencería fiscal que parece no tener fin (antes de los papeles de Pandora ya conocimos los de Panamá), el fiscal del Tribunal Supremo allana el camino a la impunidad del rey emérito. Para dar ejemplo debe ser.
Somos un bucle que se autofagocita. Como dice el proverbio chino que se menciona en el documental sobre Putin: «El pescado se pudre por la cabeza».
Pasmo o terror. Usted elige.