[dropcap]S[/dropcap]uele ocurrir que aquellos a los que la biodiversidad importa poco o nada son bastante contrarios también a la diversidad de las ideas y propuestas políticas.
No se encuentran cómodos allí donde no reina la uniformidad, y además están mal informados.
Creen que la defensa de la biodiversidad es un caso de romanticismo «franciscano», cosa de «hippies», cuando en realidad es una manifestación de pragmatismo biológico, o si se prefiere de pragmatismo ecológico. Cosa de científicos y gente sabia.
Y sabio era también (además de beato) San Francisco, que inspiró su nombre al nuevo Papa y está detrás de una de sus mejores encíclicas. A este Papa si le importan y le preocupan la biodiversidad y la ecología.
La «cuestión ecológica» no es una cuestión de estética sino de supervivencia. Ironizar sobre ello suena cada vez más rancio e irresponsable.
No es tampoco una cuestión de lujo y de gente desocupada, de urbanitas que se tornan rurales a tiempo parcial, sino un caso de necesidad colectiva y de combate contra la pobreza, entendiendo esta en sus más variados sentidos y desde una perspectiva global.
Es así como debe interpretarse el fenómeno de la migración climática, que cada vez irá a más y que no podemos descartar que nos convierta a nosotros mismos en migrantes en busca de refugio.
No es un tema sencillo. Es un tema complejo. Y además urgente. La ecología es parte fundamental de la geopolítica actual.
En resumen: no se trata de la supervivencia de arquetipos platónicos -pura forma sin sustancia- en un catálogo nostálgico: el pájaro Dodo posa melancólico para nosotros -urbanitas ociosos- en una lámina vetusta. O incluso posa en video, como es el caso del lobo de Tasmania, accesible mediante un click en Youtube en una de sus últimas apariciones fantasmagóricas sobre la Tierra. Se trata de la supervivencia de su encarnación real, y sobre todo de la trama que vivifica y mantiene el conjunto.
Solo de esa conservación ecológica, que es a la vez sabia, pragmática, y amable, puede extraerse futuro. Es el presupuesto indispensable (sine que non) para todo lo demás. Como dice Naomi Klein: «Esto lo cambia todo».
Pero seamos optimistas. Salvo algunos despistados, hay un consenso bastante generalizado y a todos los niveles sobre el hecho de que la cuestión ecológica, y como parte de ella la cuestión climática, es la más importante y la más urgente a la que hoy se enfrenta la humanidad.
Nos queda lograr otro consenso, que es la fórmula para afrontar de forma justa, solidaria, y redistributiva, el coste de ese desafío.
Hay una resistencia un tanto suicida de los poderosos a afrontar esa realidad. De momento se divierten haciendo vuelos turísticos al espacio exterior. Pero la realidad es tozuda, y esta vez la solución tiene que venir de una distribución muy distinta (por más solidaria) de los costes.
La misma diversidad que fortalece y es buena para la vida, mantiene saludable también la vida del pensamiento y de la política.
Recordemos como ejemplo de ello la abigarrada variedad de escuelas filosóficas que coexistían en la vieja Atenas y el impulso que allí logró el pensamiento. Ciudad que fue antigua, pero que desde que la conquistaron, en nuestra posmodernidad de ahora, los hombres de negro, portadores del pensamiento bárbaro -por único-, empezó a envejecer.
La suerte que tenemos es que vivimos en democracia, o a eso se aspira y se pretende, aproximadamente. Pero no deja de ser una tendencia bienintencionada en la que muchos coinciden. Estamos por tanto de enhorabuena, porque esa «tendencia» implica un espíritu de «mejora» y perfección dentro de la variedad y los altibajos.
La mala suerte que nos puede suceder (y que en gran parte nos sucedió) es la falta de alternancia y el miedo a la diversidad, es decir que nos adocenemos en el pensamiento único, porque ese miedo y esa pereza pudre la democracia.
La mala suerte que nos puede suceder (y que en gran parte nos sucedió) es la falta de alternancia y el miedo a la diversidad, es decir que nos adocenemos en el pensamiento único, porque ese miedo y esa pereza pudre la democracia.
Viene esto a cuento de las abundantes manifestaciones de nostalgia que hoy se prodigan respecto a otro tiempo mejor, más centrado, más unívoco, menos «polarizado», más «sin alternancia ni alternativa», en que todas las vías (incluida la tercera) concurrían y desembocaban en el pensamiento único, tan enemigo de la dialéctica y tan «centrado» en lo suyo, que olvidándose de la raíz de todo (al menos en esto que llamamos democracia) degeneró en partitocracia primero y en plutocracia después. O quizás fue al revés.
La vida y la realidad, como ya proclamó Heráclito, es dinámica y cinética, se mueve y oscila, avanza y retrocede, evita y aspira, acierta y se equivoca. Es un juego de contrarios, y también un juego de ensayo y error. Por eso las urnas son un invento tan prodigioso, sobre todo cuando conservan esa plasticidad viva y dinámica, capaz de dar respuesta a la realidad. A la realidad del acierto y a la realidad del error.
Un ejemplo reciente: el «austericidio» patrocinado en Europa por la señora Merkel, fue considerado durante un tiempo un acierto indiscutible en consonancia con el catecismo en boga. Además, era Merkel quien decidía qué era bueno y qué era malo. Los demás (Rajoy por ejemplo) se limitaban a decir: sí, bwana. Poco tiempo después y en contraste con la experiencia real y la rotundidad de los hechos, ha pasado a considerarse un error garrafal, propio de ineptos, y origen de muchos de nuestros desastres actuales, incluido el Brexit, ese principio de ruptura de Europa.
La plasticidad que se requiere para afrontar estos cambios de interpretación proviene no de un «centro fuerte» sino de una saludable variedad en los planteamientos políticos.
La política, aunque sea en su dimensión más menesterosa y utilitaria, es trasunto de la vida y está sujeta por tanto a sus mismas oscilaciones y alternancias. Malo si el flujo se detiene porque entonces el agua se estanca y se pudre, que fue lo que nos ocurrió.
Hay muchas formas de vivificar ese flujo y mantener sana y saludable la corriente. Por ejemplo (y esto es conocido) hay países muy avanzados, muy civilizados, y a los que les va muy bien (mejor que a nosotros), que son prolíficos en el uso del referéndum.
Entre nuestros representantes, sin embargo, hay auténtica fobia y temor a este ejercicio democrático. Un caso digno de estudio para intentar averiguar sus razones.
A lo mejor en el medio está la virtud: ni tanto ni tan poco.
En aquel mundo idealizado de aquel entonces, con aquel centro tan ansiado como esclerótico (recuerden aquello de Alfonso Guerra: «Quien se mueve no sale en la foto», de donde proceden tantas fotos funerarias), hemos de buscar el origen de muchos de los males que hoy nos aquejan.
Aquel centro, tan poco centrado en realidad, era una forma de extremismo por la simple y llana razón de que no admitía disonancias, y la realidad que salía en la foto no era la realidad verdadera, sino una realidad recortada y maquillada. Gran parte de la realidad se quedaba una y otra vez fuera de la foto.
La naturaleza endogámica y nociva de aquel modelo «centrado» en lo suyo, quedó cifrada en la fórmula «PPSOE», y es o ha sido reclamada una y otra vez por aquellos que la añoran, como «Gran Coalición». Que suena y huele a cerramiento, cuando no a búnker.
En cualquier caso ese modelo, tan deseoso de uniformidad, sugiere un espacio mal ventilado y por tanto insalubre, donde nada se mueve ni oscila, salvo las puertas giratorias, impelidas de tóxica brisa.
Todo esto ha quedado plenamente confirmado en sus efectos por la extensión, la vigencia, y la longevidad de nuestra corrupción, que en definitiva procede de aquel «Quien se mueve no sale en la foto», con su correspondiente ley de la omertá. Recuerden aquello de Rajoy a Bárcenas: «Sé fuerte». O sea, «No cantes».
La diversidad favorece, por ejemplo, que haya ministros que reclamen un «cambio cultural» para que nos jubilemos con un pie ya en la tumba (carne consumida y triturada por el castigo bíblico del trabajo), al mismo tiempo que muchos eméritos de la política pueden jubilarse -por privilegio de clase- en plena juventud. Un síntoma más de que en economía y derechos laborales el PSOE (y el ministro Escrivá) sigue ubicado en la ultraderecha e indistinguible por tanto del PP o de VOX.
Es bueno que haya quien opine que tales ministros no nos convienen, y que es preferible (ese es el «cambio cultural» que necesitamos) descansar y disfrutar del ocio en la tercera edad para que trabajen los más jóvenes, que lo deben hacer antes y en mejores condiciones laborales, única forma de aspirar a una pensión digna. Hay muchos en paro.
En esto del paro, como en lo del botellón, somos campeones, y desde hace tiempo, que es el tiempo de nuestra obcecación.
Y en todo caso, que los políticos eméritos devuelvan lo injustamente cobrado por el privilegio de su jubilación precoz, sería un ejemplo de responsabilidad civil y democrática que estamos esperando, como aporte al «cambio cultural» que necesitamos.
Mientras nos mantengamos dentro de los parámetros de una democracia que pretende ser siempre mejor y más abierta, más ventilada y mejor aireada, y en los cauces de unas fórmulas de urbanidad que son asumibles y convenientes, la «polarización» y el juego de contrarios son preferibles -con mucho- a aquellas otras fórmulas que no solo falsean la realidad, sino que la empantanan y la desecan.
Hoy, entre tantas tensiones (que ciertamente podrían ser más respetuosas del contrario y de su derecho a defender ideas distintas) y entre tantos problemas como nos acucian, sin embargo, corre el aire, se mueve el pensamiento y se agitan y se combaten -dialécticamente- las ideas, se plantean alternativas distintas, y la savia de la democracia se vivifica o al menos lo intenta.
¿Nostalgia de aquel espacio cerrado?
Ninguna