Opinión

Ponerse en lo peor

[dropcap]U[/dropcap]no es optimista o pesimista por naturaleza o información. O una cosa y la otra al mismo tiempo, reforzándose mutuamente.

¿Qué fue antes, el huevo o la gallina? ¿La interpretación del mundo o el humor? Yo soy pesimista moderado por naturaleza y suelo ponerme casi siempre en lo peor, aunque a veces el mundo me lo pone difícil porque brilla el sol sencillamente (otra de las facetas del mundo, además de la antropológica, sociológica, política, y laboral) y no tengo inconveniente en cambiar de bando y ponerme entonces en lo mejor, animado por esos rayos solares que mi hipotálamo recibe con albricias a través del haz retinohipotalámico (véase Rof Carballo).

Este haz nervioso de nombre tan sugestivo (como una autopista con principio y final) une nuestra retina visual con nuestro hipotálamo emotivo, y allí desencadena sus efectos: interviene en la modulación de nuestras emociones y otros ciclos esenciales.

Entonces, abrir los ojos a esa realidad tan primaria, el sol y lo que ilumina, es como abrir la ventana de una habitación cerrada y espantar las sombras.

Esto demuestra que nuestra unión a la naturaleza es tan íntima que el sol inspira (al menos por unos momentos) nuestra filosofía, nublada o despejada en función de su potencia y brillo.

No hay reglas fijas, pero un día luminoso, un cielo azul, y una brisa amable, hacen maravillas en los más recónditos pasadizos de nuestra alma.

¿Es el Sur más optimista en consecuencia?

Repetimos: no hay reglas fijas. Pudiera ser que el Sur fuera más optimista por latitud, y sin embargo algunos países del Sur fueran más pesimistas por corrupción institucionalizada.

En ellos el sol calienta el espíritu, pero también alumbra un estado de podredumbre.

Esta oscilación fácil entre estados de ánimo (basta una simple vibración solar) recibe el nombre de ciclotimia, aunque la edad modera mucho estos vaivenes.

Sin ese nombre raro la gente ya sabía de estos contrastes, simbolizando ambos estados de ánimo en dos filósofos de la antigüedad: Demócrito (inspirador de Epicuro) y Heráclito.

Así lo vemos representado en muchos emblemas antiguos, por ejemplo en los de Alciato.

Según esos emblemas forzosamente esquemáticos, Demócrito, el atomista, reía. Heráclito, el dialéctico, lloraba.

En cuanto a Epicuro, ya Quevedo dijo que se le había malinterpretado. O más exactamente: censurado.

Es muy propio de un país degenerado y corrupto que el rey emérito quede impune de sus acciones poco ejemplares o delictivas, y entre todos le paguemos su retiro dorado, y en cambio Alberto Rodríguez no pueda ejercer la representación parlamentaria que le han otorgado los votos.

Era demasiado lúcido y sabio para el programa oficial, en el que los dioses aún servían para apuntalar el poder mediante la superstición.

En el plano emotivo, diríamos que Epicuro optaba por un término medio. Rehuía lo más penoso del ajetreo social y se recluía gustoso en su jardín en placentera compañía de sus amigos.

Así como los dioses no se interesan por nuestros asuntos (y esto es lo que pensaba de ellos Epicuro), él, Epicuro, tampoco se interesaba por determinados asuntos humanos.

La anatomía o incluso la química (y la física) de la melancolía, o de su contrario, el entusiasmo, ha sido objeto de investigación desde hace tiempo. Los antiguos ya distinguían los humores por su color y su calor, y los localizaban incluso anatómicamente. La melancolía como bilis negra, por ejemplo.

Cuerpo y alma, res extensa y res cogitans, humores y pensamientos, se funden y se confunden en una red simbiótica inextricable.

Quiénes están enamorados (y son cuerpo y alma los que se enamoran) no perciben el mundo circundante de igual manera que aquellos que no lo están.

En estos últimos años ha habido momentos para ponerse en lo mejor con la esperanza del cambio (un cambio optimista), y otros para ponerse en lo peor cuando la frustración de ese intento nos devolvía una vez más a la casilla de salida. La democracia española nos recuerda demasiado a la roca de Sísifo. La aspiración de alcanzar la cumbre se frustra una y otra vez.

Es como si el sistema estuviera viciado de origen, pero no por una obsolescencia programada conducente a la autodestrucción o la reforma de sus vicios de fábrica, sino por una inmutabilidad programada conducente a la ceguera. Atado y bien atado.

Esto por lo que hace a la naturaleza del pesimismo (intermitente o cíclico). Por lo que hace a la información del pesimismo (habitual): es muy propio de un país degenerado y corrupto que el rey emérito quede impune de sus acciones poco ejemplares o delictivas, y entre todos le paguemos su retiro dorado, y en cambio Alberto Rodríguez no pueda ejercer la representación parlamentaria que le han otorgado los votos.

Un editorial que entra al fondo de la cuestión habla de «castigo político» por no mencionar la palabra clave: corrupción.

A nuestro lado y por comparación, Polonia es una democracia ejemplar. ¿Hasta qué extremo puede soportar nuestro país el deterioro y la manipulación de la justicia?

Pero basta que el día amanezca luminoso para que todos estos silogismos sombríos (no podemos evitar ser dialécticos y sacar las conclusiones pertinentes de unos hechos tan notables) nos concedan una breve tregua.

En los últimos días suelo ponerme sin embargo en lo peor, sobre todo si amanece nublado. Sea por la incipiente caída de la hoja y el acortamiento de los días, sea porque las noticias informan que el fascismo (o algo que se le parece mucho), avanza.

¡Ah! ¡Que no es fascismo! Que es posmodernidad líquida y neofascismo, avalado por filósofos de mucha enjundia y renombre.

Siendo así es otra cosa.

Yo por si acaso estos días leo «Contra el fascismo» de Umberto Eco y «Psicología de masas del fascismo», de Wilhelm Reich.

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