[dropcap]A[/dropcap]lgún chiquilicuatre pobre de mollera tuvo la osadía de criticar, por asuntos grotescos de militancia política, mi proclive devoción por quien es maestro en estos asuntos de juntar con maña palabras y letras.Y es que me cuece con pasión en la hondura un extremado gozo cuando leo y a veces releo a Alberto Estella.
Lo curioso es que, cuanto menos estoy de acuerdo con alguna de sus afirmaciones, más me atrapa en esos planteamientos que, desde la razón y la experiencia, me hacen dudar de mis propias reflexiones, acrecentando el disfrute de ese lenguaje que en forma de verónicas me recoge y embelesa sobre el albero de la dignidad intelectual, donde el columnista-como digo- es maestro de mis cuestiones desde siempre.
Pero más allá de esa escritura envidiablemente certera y embaucadora, coexiste un personaje profundamente seductor, que esgrime bagajes de vivencias únicas como sello de un patrimonio existencial irrepetible.
Cual notario de la vida, Alberto Estella te puede llevar desde la cronología social, con todo tipo de detalles y extraordinarias anécdotas, a los brillantes y aterradores episodios de los que fue testigo en primera persona cuando se gestaba el embrión de la aventura democrática del 78.
Reconozco que pagaría por experimentar de nuevo una sobremesa a su lado y degustar los trances que en sus recuerdos hilvanan la esencia de una memoria que recuerda el prodigio. Perpetuar con detalle además del sainete de Tejero que él vivió como diputado, aquella relación humana que, entre políticos tan dispares en la forma de pensar, hacía posible el acuerdo y aquella disposición a compartir, desde la esperanza, el deseo de enterrar para siempre el odio.
A veces, cuando leo sus columnas, me embarga cierta tristeza al presentir cómo Estella recobra de aquel tiempo el espíritu de La Transición para constatar que los ladrillos trafulleros de la política actual siguen construyendo el consistente muro de la insensatez, con la catastrófica intención de que las pobres huestes de aquellos años estrellen para siempre la poca sensatez que nos va quedando en el canasto.
Pero Alberto, una vez que proclama el grito de su desesperanza, abre el baúl de la sabiduría que salvaguarda tesoros plurales de su memoria para recetarnos esos brebajes que, conteniendo todos los ingredientes sociales y ciudadanos, sirven para deleitarse al ir sazonados con la extraordinaria fibra que emerge de un lenguaje ilustrado y certero.
Esperemos que por mucho tiempo sigamos bebiendo de ese rincón lingüístico, donde brilla con luz propia el tino que abre molleras, incendiando tranquilidades a veces o levantando pasiones desde la recreación erudita que pocos como Alberto Estella pueden diseñar con una pluma.