[dropcap]J[/dropcap]ano bifronte, el dios de las dos caras, mira hacia adelante y hacia atrás. Un símbolo de la condición humana en la que memoria y raciocinio son facultades que se refuerzan mutuamente y nos permiten sobrevivir.
Se ha dicho también que el desmemoriado está condenado a tropezar una y otra vez en la misma piedra, lo cual nos recuerda la tarea siempre frustrada de Sísifo.
Normalmente si uno se da un batacazo y se levanta (si es que puede levantarse) lo primero que hace es ver qué le ha hecho tropezar, y si es una piedra y tiene el juicio sano, la apartará del camino.
Menos sensato sería disimular o camuflar esa piedra para que continúen indefinidamente las caídas.
Todo esto nos convence de la virtud instrumental de la memoria. Que su ejercicio pueda deparar algunos momentos de «justicia poética» es aparte y contingencia de felices ocasiones. Sobre todo es una facultad útil y pragmática.
De manera absurda la polémica y los debates sobre nuestra transición nos remiten al pasado como fruto prohibido, o incluso algunos quieren prohibir que el pasado exista, como si defensores y detractores de ese momento histórico olvidaran un hecho insoslayable: el pasado no puede cambiarse, y lo que si está abierto al cambio y la mejora es el presente y el futuro.
Nunca habrá acuerdo unánime sobre las ventajas y los inconvenientes de haber hecho como se hizo aquella transición nuestra desde un régimen fascista con sus últimos coletazos monárquicos. En todo caso una anomalía dentro de Europa por su retraso y persistencia en un entorno democrático.
Unos verán sus luces: el mero hecho de dejar atrás aquello después de tanto tiempo. Y otros sus sombras: las insuficiencias del cambio después de tanta espera y esperanza acumulada. Además de las mochilas con las que hubo que cargar, incluida la propia monarquía heredera directa y privilegiada del régimen fascista.
No sabemos si habrá otros muchos ejemplos en nuestro entorno inmediato de monarquías colaboradoras con el fascismo que después hayan heredado como premio la jefatura del Estado del nuevo régimen democrático. La monarquía puede verse así por muchos ciudadanos como un caramelo envenenado que hace crónica la intoxicación. Sí además la realidad de los hechos colabora con esa sospecha, tenemos un problema sin resolver.
No sabemos si habrá otros muchos ejemplos en nuestro entorno inmediato de monarquías colaboradoras con el fascismo que después hayan heredado como premio la jefatura del Estado del nuevo régimen democrático
Los que ven sombras en aquella transición pensarán, con bastante fundamento, que muchos de los problemas que hoy arrastramos y entorpecen nuestra marcha, provienen de aquellas mochilas heredadas. Y así esa corrupción institucionalizada que nos caracteriza desde hace tiempo como país (tan bien tolerada por muchos de los protagonistas de la transición), junto a una jefatura del Estado impune que patrocina y participa de esa lacra, a lo que cabe añadir una justicia que en algunos de sus estamentos principales le hacen la ola a todo lo anterior, constituyen un estado de cosas que no solo merece la pena cambiarse, sino que es imprescindible cambiar.
Y aquí es donde el presente busca su explicación en el pasado, pero también donde la carga del debate se proyecta (y esto es lo razonable) al presente y al futuro.
¿Puede interpretarse ese deseo de cambio y mejora como una falta de respeto al pasado, incluidos en ese pasado determinados aspectos de nuestra transición? Interprétese como se quiera, pero todo organismo enfermo intenta sanarse y ese instinto irrefrenable por salir adelante y dejar atrás todo aquello que corrompe, es signo de vida, y como toda vida aspira a tener un futuro.
En cualquier caso, si en aquel momento histórico, que ya es pasado, la tarea no se completó (y para muchos ciudadanos aquella transición es una tarea inacabada), nada impide que se siga avanzando.
Con ese objetivo, cada día que amanece es una oportunidad, y dado que nuestros problemas se acumulan y el nivel de descontento aumenta, las oportunidades de mejora no faltan precisamente ni se deben desaprovechar.
Sin embargo, nos lastra un exceso de rigidez y una veneración un tanto injustificada de ese pasado intocable. ¿Cuántas reformas se han hecho al respecto después de tantas crisis encadenadas?
¿Y cuántas después de una corrupción que es conocida y que nos desborda y empobrece a todos los niveles? ¿En cuánto hemos disminuido el número de nuestros aforados sin parangón en Europa?
Reformas constitucionales.
¿Por qué en otros países de nuestro entorno esas reformas constitucionales son posibles y normales, desde un espíritu democrático y abierto al futuro, y en el nuestro no?
¿Qué nos hace tan «especiales» y diferentes? ¿Tiene algo que ver esta anomalía nuestra con nuestro pasado y con aquella transición?
Los que ven sombras en aquella transición pensarán que muchos de los problemas que hoy arrastramos provienen de aquellas mochilas heredadas. Y así esa corrupción institucionalizada que nos caracteriza desde hace tiempo como país, junto a una jefatura del Estado impune que patrocina y participa de esa lacra, a lo que cabe añadir una justicia que en algunos de sus estamentos principales le hacen la ola a todo lo anterior, constituyen un estado de cosas que es imprescindible cambiar
¿Puede venerarse una Constitución que permite y ampara este estado de cosas, empezando por la corrupción del máximo representante del Estado? ¿O puede respetarse a unos «constitucionalistas» que la utilizan para medrar y corromperse en un contexto de cómplice impunidad?
Son preguntas que un ciudadano razonable y responsable se hace, y las respuestas que llegan (si es que llegan) son poco convincentes. La parálisis y la rigidez persisten.
Nuestra anomalía es conocida: fuimos un fascismo enquistado en medio de Europa durante varias décadas después de la victoria de los aliados. No es de recibo que esta anomalía, que pertenece al pasado, determine y justifique nuestra anomalía actual.
Creemos que ese deseo de mejora y de encontrar solución a los problemas actuales, renovados, o pendientes, fue el motor del 15M y lo que inspira su programa. Y ese espíritu apunta, como venimos señalando, más al futuro que al pasado.
Mala cosa será si los que se encuentran orgullosos de aquella transición (toda operación difícil tiene aciertos y errores) la observan con anteojeras estrechas y ven en aquello un logro perfecto y sin mácula. Y sobre todo si lo ven como algo dado de una vez para siempre, irreformable, indiscutible, y sellado de cara al futuro.
Esa interpretación esclerótica de un hecho histórico y humano lo deshumaniza, y les condena a una veneración supersticiosa y mecánica del pasado. Y volvemos al principio del artículo.
Si sabemos que soportamos una jefatura del Estado corrupta, de la que irradia todo un sistema que combina complicidad, resignación, y ceguera, no puede pedirse a unos ciudadanos adultos y serios que asuman esa situación con orgullo, o que participen de ella con resignación. Ni con orgullo ni con resignación. Este tipo de situaciones no se asumen, ni se ocultan, ni se justifican. Como las piedras que nos hacen tropezar en el camino, se hacen a un lado y se acondiciona la ruta.
Respetar al ciudadano es la premisa indispensable para que este respete a su vez a sus representantes. Y más si este representante es el representante máximo del Estado.
La esquizofrenia que introduce la monarquía en nuestro ambiguo régimen político (por una parte somos adultos en una democracia, y por otra niños en un cuento de princesas y ogros), se manifiesta con toda crudeza a veces en los medios de comunicación.
El otro día asistí a una sucesión de noticias en la pantalla de mi televisión que me dejó perplejo: la primera noticia daba cuenta de cómo la reina Sofía había recibido dinero de una cuenta offshore que el emérito se había apañado. Y sin solución de continuidad la noticia siguiente hacia una promoción rosa, al estilo revista «Hola», de la mencionada reina emérita.
O sea, en la primera noticia se nos ponía en el papel de ciudadanos imbéciles que consienten que se les robe impunemente, y en la siguiente se nos animaba a sentirnos felices por ser súbditos en el castillo de Disneylandia.
Si sabemos que soportamos una jefatura del Estado corrupta, de la que irradia todo no puede pedirse a unos ciudadanos que asuman esa situación con orgullo, o que participen de ella con resignación
Esta falta de respeto a los ciudadanos traduce el convencimiento íntimo de que no merecemos una mayor calidad de nuestras Instituciones, y que tampoco percibimos el daño, intoxicados cómo estamos por la telebasura.
Son este tipo de «trágalas» y promociones institucionales los que acaban con el prestigio de un régimen, si es que le quedaba algo. Al intentar promover sin escrúpulos la ceguera y estupidez de las masas televidentes, lo único que consiguen sus promotores es quedar ellos mismos en evidencia.
Para que los ciudadanos se tomen en serio y respeten la transición, la transición tiene que tomarse en serio a los ciudadanos y respetarlos. Debe considerarlos capaces de mejorar lo ya realizado y corregir aquello que se ha demostrado defectuoso y nocivo.
Es absurdo y presuntuoso considerar que una promoción de políticos encontró la solución de todos nuestros problemas y de una vez para siempre. De forma que las promociones y generaciones que han venido después, y las que aún vendrán, no tienen nada que añadir ni nada que modificar, como si el tiempo histórico hubiera alcanzado en aquel momento preciso su máxima perfección: «Non plus ultra».
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