[dropcap]E[/dropcap]n la cultura occidental la vida es el principal componente cultural y la muerte es un tema tabú del que no se habla, es innombrable: hablar de la muerte es un acto de mal gusto y cuando es inevitable nombrarla se utilizan eufemismos como defunción, óbito, deceso, fin, trance o tránsito. Una persona no muere, se va, nos deja. Posiblemente esta ocultación de la muerte se deba a que la cultura judeo-cristiana la considera como un castigo fruto del pecado original. En palabras de San Pablo: “por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado, la muerte» (Rom. 5,12).
Las sociedades modernas ensalzan la vida en la misma medida que esconden la muerte, la enfermedad, la decrepitud y la vejez, de tal forma que muchas personas pasan los últimos años de su vida en residencias para mayores, donde su vida tiene poco que ver con su existencia anterior y, donde viejos y enfermos, con sus expectativas vitales agotadas, esperan pacientemente la llegada de la parca. La muerte se separa de los espacios en los que se vive y, en su inmensa mayoría, tiene lugar en los hospitales donde, generalmente, se muere solo.
Esta ocultación de la muerte se rompió durante los primeros meses de la pandemia cuando el número de muertos fue tan elevado que no se podía esconder. La muerte se hizo presente en los hogares a través de los telediarios, como algo que sucedía fuera del espacio de seguridad que eran los domicilios, acontecía en residencias y hospitales y, aunque se mostraron imágenes muy duras de féretros acumulados, no se mostraron cadáveres de personas que fallecían solas y aisladas. Sin embargo, hemos escondido nuevamente la muerte, hemos borrado las imágenes y olvidado las enormes cifras de fallecidos en los dos años de pandemia.
A pesar de ello, las sucesivas olas de la pandemia siguen afectando a miles de personas y hemos normalizado que cada día muera un número muy elevado, hemos asumido un goteo, más bien una marea, que deja cada día centenares de muertos que ya no son noticia, que son ignorados por los medios de comunicación. Solo importan ya a sus familias. Esta normalización de la muerte es fruto del individualismo que impregna a la sociedad, a todas y cada una de las personas, y supone un paso adelante, uno más, en la degradación del sentido social de la convivencia y de la propia existencia.
El número de muertos que se acumulan cada día se cuenta por centenares y, aunque no tengan trascendencia pública, aunque se oculten y olviden, es una marea que nos interpela a diario e, inevitablemente, más pronto o más tarde producirá una reacción social que tendrá más trascendencia de la que ahora podemos entrever. Definitivamente no, no vamos a salir mejores de la pandemia.