Opinión

Impunidad e hipocresía

Juan Carlos I comunica al rey Felipe VI que se marcha de España.
Juan Carlos I. (Archivo)

[dropcap]Q[/dropcap]uizás por esos meandros en forma de asociaciones como relámpagos con que a veces nos sorprende la mente (y no me estoy refiriendo a la magdalena de Proust), los términos de “impunidad” e “hipocresía” con que encabezo el presente artículo me han llevado automáticamente, inconscientemente, o incluso psicoanalíticamente, a otro concepto: el de “cimientos”. Cimientos de un edificio, claro está.

Y el edificio al que me refiero puede ser un Estado, si lo enfocamos desde un punto de vista político o administrativo nacional. O toda una sociedad si lo enfocamos desde un punto de vista más amplio y complejo como es el hecho humano de intentar vivir juntos y en comunidad.

Pero igualmente nos vale la comparación (porque edificio es también), una reunión de Estados que aspira a ser Estado, como por ejemplo la Comunidad Europa. O incluso ampliando el campo de visión un poco más allá podríamos hablar de «Occidente» en su conjunto, si es que cabe distinguir ya con estos términos en un mundo tan mezclado que los oligarcas cleptómanos del Este guardan sus botines producto del saqueo y el robo en Occidente, y los políticos occidentales se benefician a su vez de jugosas puertas giratorias en empresas rusas o son financiados por el dinero robado a los ciudadanos de aquella parte oriental del mundo. Un toma y daca… de corruptos.

El caso es que todos entendemos sin necesidad de más explicaciones profundas que si fallan los cimientos de un edificio falla todo él, y acaba tarde o temprano en el suelo.

El fallo puede ser brusco, explosivo, una catástrofe imprevista, un terremoto que abre abismos en la tierra. Pero también puede ocurrir a cámara lenta porque los materiales con que se fraguaron esos cimientos estaban pochos o eran de ínfima calidad.

Al final el resultado es el mismo porque un fallo material de los cimientos no se repara con una capa de pintura.

A estas alturas nadie ignora que los cimientos de nuestro Estado (porque cimiento y base es de ese edificio Estatal la jefatura de él) están podridos desde su mismo origen. Por así decirlo, salieron endebles y defectuosos de fábrica.

La reciente exposición de la Fiscalía sobre hechos ya conocidos (la corrupción de nuestra monarquía) no viene sino a confirmar un Estado de ruina virtual que ya estaba presente en la mala calidad de los materiales de construcción. Y es que aunque durante un tiempo ha estado oculta, camuflada, y silenciada por los beneficiarios de este estado de cosas, la podredumbre de un elemento tan principal en todo edificio como son los cimientos, acaba por hacerse evidente y afectar a toda la estructura.

Sobre la impunidad y la hipocresía no puede construirse nada firme ni duradero.

La reciente exposición de la Fiscalía sobre hechos ya conocidos (la corrupción de nuestra monarquía) no viene sino a confirmar un Estado de ruina virtual

La corrupción conocida y que ahora queda impune a la vista de todos equivale de hecho a reírse de todos los ciudadanos y es una herida mal cerrada que sin duda seguirá supurando hasta gangrenar el conjunto. Y esto que decimos respecto a nuestro Estado puede decirse también del edificio europeo, que no solo ha olvidado en muy poco tiempo valores que le fueron propios, sino que ha cedido a una hipocresía que ha acabado siendo uno de sus rasgos más sobresalientes. Cómo leíamos en un reciente editorial de El País: «el dinero de los oligarcas corruptos en bancos europeos, no los democratiza a ellos, corrompe a los europeos».

El problema no es que el emérito sea un corrupto redomado y su hijo y sucesor estuviera al tanto de esa realidad. El problema es que la jefatura del Estado español está diseñada constitucionalmente para ese resultado, cuyas notas principales son precisamente esas: la impunidad y la hipocresía. Notas poco saludables o incluso incompatibles con un edificio que aspire a llamarse democracia o más básicamente Estado de derecho.

Casi de forma similar a como ocurría con el aterrizaje de la posmodernidad en la Rusia postsoviética, también entre nosotros sucedió que mientras unos pocos robaban a manos llenas hasta no saber dónde meter tanto, los más eran conducidos disciplinadamente a una pérdida de derechos y a una rebaja de sus expectativas vitales. O como algunos y algunas denuncian ahora, a vivir incluso peor que sus padres, arrastrados por una dinámica claramente involutiva.

Lo que entre nosotros fue pérdida de lo que otros consiguieron con esfuerzo y lucha, en la Rusia postsoviética fue que no llegó aquello que con ilusión y hambre de justicia esperaban: en Rusia una mafia fue sustituida enseguida por otra.

La corrupción a la larga la pagamos los demás. No todos, pero sí la inmensa mayoría.

La corrupción conocida y que ahora queda impune a la vista de todos equivale de hecho a reírse de todos los ciudadanos y es una herida mal cerrada

Por eso en un artículo reciente («Sancionar a los oligarcas, no al pueblo»), Thomas Piketty señalaba el camino para intentar, en el actual conflicto, una victoria «moral» sin la cual no habrá victoria verdadera ni nada sólido sobre lo que reconstruir. Sin esa victoria moral las víctimas y los perdedores serán los mismos de siempre: los ciudadanos del Este y del Oeste.

Para evitar este resultado repetido tantas veces, sea en el contexto de una estafa financiera (2008) sea en el contexto de una guerra, es hora ya de afrontar una lucha común contra los que están en el origen de estos desastres y contra la ideología que los ha hecho dueños del mundo.

Y luego está la hipocresía de los que estos años han contemporizado con los admiradores de Putin, es decir, los que han contemporizado con la ultraderecha. Que son los mismos que se han sacado de la chistera esa falsa simetría entre una supuesta «ultraizquierda» y la ultraderecha.

Un día reconocerán que eso que ahora llaman “ultraizquierda” es lo que hace pocas décadas todos llamaban “socialdemocracia”. La respuesta lógica y esperable ante el extremismo neoliberal que ha desquiciado el mundo.

— oOo—

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