«…solo conociendo el pasado se puede vivir un presente sin ingenuidades (sin creer que el mundo empezó con uno), y ver, con cierta precisión, los engendros que encierra el huevo de la serpiente» (Leila Guerriero).
[dropcap]U[/dropcap]n país puede despistarse brevemente para enseguida recuperar la sensatez y el buen juicio. Es lo más habitual en los países de nuestro entorno. Ninguno está libre de un tropezón (un «caso» de corrupción, una decisión política equivocada…) pero por lo general la respuesta a ese error es rápida y sirve de correctivo para afianzar el sentido de la ruta.
No es nuestro «caso» ya que, sea por desinterés endémico o por intoxicación crónica, arrastramos tiempos de inopia que duran lustros y corrupciones tan asentadas (gracias a esa inopia) que constituyen el eje del «sistema».
¿Alguien podría poner fecha y duración a nuestra corrupción institucional y económica, o forma parte inseparable de nuestra circunstancia?
¿Cuáles son las dimensiones del tiempo de la inopia en nuestro país?
Si nos atenemos a la presencia ininterrumpida de la corrupción en nuestro país podemos concluir que la inopia que la acompaña es de una dimensión fuera de lo común.
Mientras que algunos de los responsables de los casos de corrupción más grosera y tóxica en nuestro país no han sufrido por ello ninguna molestia (igualdad ante la Ley made in Spain), comprobamos que empiezan de nuevo, estos mismos, a remontar el vuelo y a salir del cascarón.
Nuestra corrupción es como el ave fénix: renace de sus cenizas.
Conocemos a los corruptos y sus acciones. Lo que no vemos por ningún lado son las consecuencias de ese conocimiento. Es un perpetuo despliegue de impunidad, pero también de impotencia, o de ceguera, o de parálisis, frente a aquello que sabemos daña nuestra democracia. Y esto lleva necesariamente a plantearnos preguntas muy necesarias sobre nuestra justicia.
¿Qué le pasa a nuestra justicia?
Mientras aún no nos hemos recuperado de la retahíla de desastres que esa corrupción nos ha acarreado como país (y tardaremos bastante), sus autores, impunes, empiezan a idear nuevos «proyectos» (de corrupción en libertad) que acumular sobre los antiguos pufos.
Podríamos asegurar que quien controla la telebasura (que ha enraizado con fuerza en nuestro país) controla el mundo. Y quien controla a los jueces controla la justicia, que para Ayuso y sus secuaces -ya saben- no es ni debe ser igual para todos. Aún hay clases y solo algunos son merecedores (por su clase) de gozar de impunidad. La mafia y la justicia en su versión neoliberal.
Estamos consolidando una especie de «estilo propio» con la justicia politizada como prototipo de lo «español», o sea de la anomalía democrática llevada a sus extremos en sus aspectos más sensibles (el de la justicia y la igualdad ante la Ley), y todo ello con desinterés supino por parte de un considerable número de ciudadanos, o incluso con orgullo por parte de los más extremistas (verbigracia Ayuso y su teoría de la injusticia sin complejos).
Esta sedimentación de irregularidades y anomalías en forma de costra (no hay democracia que se oxigene a través de una costra así) requiere como elemento principal para su consolidación de un alto grado de inopia y dejadez colectiva. Quizás se trate en nuestro caso de una falta histórica de entrenamiento democrático.
En relación con esto e intentando buscar una explicación que pueda ser útil, conviene leer uno de los últimos artículos de Luis García Montero para El País, titulado «Periodista».
En cuanto al panorama que nos define, a la vista de todos, propios y extraños, como país anómalo y democracia torcida, David Trueba hace una apretada síntesis en su último artículo para el mismo medio. Su artículo se titula «Esto sí es una crisis» y en él se lee lo siguiente:
«Durante esta legislatura hemos visto demasiado archivo de casos con ribete político, inacción frente a la corrupción, guerra sucia parapolicial, y hasta el perjurio de altos responsables citados como testigos… Hemos visto largas tentativas de llevar a juicio a Podemos por tramas tan débiles que ni se lograron articular. Inhabilitar a un diputado por una patada sin huella… Y ya no digamos la vista por la imaginaria patada de Íñigo Errejón a un señor o el paseíllo judicial contra humoristas, cantantes, o procesionarios de la vagina de plástico. Si la justicia deja de ser percibida como un equilibrio serio, la democracia se va al carajo”.
Para qué mencionar el caso del emérito impune como cúspide de este sistema.
Y en ello estamos. En dejar (intoxicados y alelados) que nuestra democracia se vaya al carajo.