Opinión

El aldabonazo

Miguel Ángel Blanco es uno de los rostros que se puede ver en el mural en recuerdo a las víctimas del terrorismo en la plaza de la Concordia.

[dropcap]E[/dropcap]l asesinato de Miguel Ángel Blanco fue un aldabonazo en las conciencias que llevó a muchos españoles, de todos los colores y filias políticas, a gritar ¡basta ya!

La muerte violenta de este joven inocente, concejal del PP, fue más de lo que unos ciudadanos que aspiraban a vivir en democracia podían soportar, o que la «costumbre» del horror del terrorismo etarra podía dejar en segundo plano como un asesinato más de una larga lista.

Una mínima condición humana y una mínima responsabilidad civil y de compromiso con la democracia exigía gritar lo que se gritó en las calles y las plazas de nuestro país en ese momento crítico: ¡Basta ya!

La inocencia de la víctima se unió a la falta de compasión de sus verdugos. La ecuación había quedado completada. La violencia enturbia y tuerce cualquier causa.

Recuerdo las imágenes en televisión del padre de Miguel Ángel Blanco llegando a casa, aturdido, después del crimen. Una familia modesta, una familia rota.

Por nuestras retinas de ciudadanos jóvenes que aspiraban a lo mejor para nuestro país (democracia plena y convivencia pacífica), habían pasado ya muchas imágenes de la barbarie terrorista de ETA: el atentado de Hipercor, los atentados contra las casas cuartel de la Guardia Civil, el atentado contra Irene Villa (aquella niña con las piernas destrozadas) y su madre…

Y ese cúmulo de violencia y desgracia había dejado en nosotros como poso una convicción: aquello era fascismo. Aquello también era fascismo.

Como lo fue el asesinato de los abogados de Atocha (la hermana de uno de los asesinados era amiga mía). Y como lo es que nuestro país haya sido (o siga siendo) refugio seguro y prevalente de criminales nazis, incluso tras el hipotético fin del régimen franquista.

Y es que aunque el término «fascismo» tenga un significado histórico y político concreto, también ha venido a representar -por convención- la justificación o el elogio de la violencia, en algunos casos como medio, y en otros como medio y fin.

Este rechazo que sucede espontáneamente en las conciencias ante la vista de atentados terribles que nos repelen, encuentra apoyo en las reflexiones hechas por uno de nuestros pensadores más lúcidos hace ya muchos años.

Para mí, y sobre este tema, fue fundamental leer un artículo de Unamuno publicado en «El Sol» en 1932, y titulado sin palabras con un símbolo que tiene hoy (y ya entonces lo tenía para él) un significado siniestro: la esvástica. Su mensaje no ha envejecido, y menos hoy en que ciertos monstruos supremacistas parecen querer resurgir.

La violencia en torno al conflicto vasco (si es que podemos llamar así a un conflicto entre nacionalismos) tiene raíces complejas y antiguas. Pero lo que parece claro a estas alturas de la Historia es que uno y otro nacionalismo, español o vasco, y al final cualquier nacionalismo, mal interpretado y mal encauzado, no como defensa y elogio de la diversidad de las culturas (tan vital y necesaria como la diversidad biológica), sino como rechazo y persecución de la cultura de los demás, acaban coincidiendo en una cruz gamada.

Y eso es lo que Unamuno describe y denuncia (como admonición a sus paisanos vascos) en su artículo de 1932, un año antes de que Hitler y su cruz torcida alcanzasen el poder.

Sirva recordar estos hechos y estas reflexiones para valorar y subrayar un dato positivo y esperanzador: ETA desapareció hace 10 años.

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