[dropcap]L[/dropcap]o más incomprensible quizás de los que ahora ven extremismo por todas partes, y se preocupan, y piden moderación y se postulan como adalides del equilibrio, es que no hayan sabido ver el extremismo que conllevaba sus políticas «centrales», es decir, su «extremocentro». Y que aún hoy no sepan ver (o simulen que no saben verlo) que al menos uno de esos «extremismos» (así llamado) que ellos siguen calificando de radical y antisistema, es recuperación en busca del «centro» socialdemócrata perdido para desalojo del centro neoliberal, este sí demostradamente (por sus efectos) extremista.
Y es que sin socialdemocracia no puede haber equilibrio ni moderación, ni centro. Y esto que valía para el siglo XX, sigue valiendo para el siglo XXI.
Si ya en el siglo XIX el hombre trabajador no quería ser explotado, ni mal pagado, y rechazaba la asociación de «trabajador» y «pobre», lo mismo sucedió en el XX y volverá a ocurrir en el XXI, por mucha posmodernidad y revolución digital que parezcan definir como radicalmente nuevo el tiempo que vivimos. Hay cosas que no cambian.
!Y tanto que hay cosas que no cambian!
Del siglo XX aprendimos que cuando la economía se atiene a principios rígidos y dogmáticos de un liberalismo extremo, que rechaza todo tipo de controles y regulaciones, y el lucro privado se antepone al bien común (y no son incompatibles salvo llegados a estos extremos dogmáticos) suele venir sin falta el desastre, como ocurrió con la «Gran depresión» de los años treinta y las secuelas posteriores de tensión social y guerra. Ese fue en gran medida el origen de la segunda guerra mundial: aquella teoría económica y el confiar ciegamente en las fuerzas del mercado.
Como si estuviéramos condenados a repetir los errores del pasado, este principio del siglo XXI nos ha encontrado de nuevo vírgenes y ciegos para renovar el error. Y además en una secuencia de sucesos que parece no cambiar: liberalismo extremista de la economía, desigualdad extrema, tensiones sociales, guerra.
Yo en este contexto tan radical alimentado por las instituciones del establishment neoliberal confieso mi radicalismo en el voto, en el sentido de que ni lo regalo ni lo vendo barato.
Del siglo XX aprendimos que cuando la economía se atiene a un liberalismo extremo, que rechaza todo tipo de controles y regulaciones, y el lucro privado se antepone al bien común, suele venir sin falta el desastre
Estoy muy lejos (y siempre lo he estado) de algo así como un «voto estratégico», o de votar tapándome las narices, que entiendo cómo servidumbre voluntaria de aquellos que votan repetidamente partidos con una densa y larga historia de corrupción. Corrupción que en nuestro país ha proliferado (gracias a esa condescendencia en las urnas) hasta convertirse en «normalidad» entre los partidos que han utilizando el «centro» como disfraz.
Y esa fidelidad partidista que la corrupción más grosera no marchita, tampoco la debilita el incumplimiento sistemático de los programas electorales con que algunos partidos alcanzan el poder y nos venden su moto. Es un incumplimiento de contrato que ya se asume como rutina, hechos como estamos a las estafas múltiples del mercado neoliberal, empezando por las que proliferaron tras la privatización y el saqueo de (entre otras) las empresas energéticas.
Aquellos que hoy llaman «extremismo» a la respuesta defensiva, lógica y natural, frente a los ataques sistemáticos contra los derechos laborales y conquistas sociales, ataques y pérdidas que hemos encajado dócilmente durante las últimas décadas, deberían reflexionar un poco más sobre qué entienden ellos por extremismo y por moderación, y qué entienden cada vez más ciudadanos.
En cualquier caso, ante esa violencia del establishment político institucional del PPSOE (esperemos que el PSOE se distancie cada vez más de esta amalgama), al votante le cabe la dignidad de ser radical en su voto, personal e intransferible.
Y por ser radical en el voto entiendo marcar determinadas líneas rojas que si el postulante al poder (o a renovarlo) sobrepasa, nunca será respaldado por esa porción minúscula, casi ridícula, de la ciudadanía, que es uno mismo.
Veamos algunos ejemplos de lo que para mí (que no estoy por asumir como una falta de comprensión de la complejidad de la realidad mi derecho a decidir lo que creo me conviene) serían líneas rojas que si se sobrepasan hacen imposible mi voto (por minúsculo y ridículo que sea):
Del PSOE de Felipe González (al que incluso voté una vez y no más, defraudado enseguida) constituyen líneas rojas toda su batería de corrupción, pelotazos, privatizaciones, neoliberalismo descarado, ceguera voluntaria y colaboración interesada con la corrupción monárquica, rematando la faena con la guerra sucia de los GAL.
Bastaría uno de estos aspectos, sin ese acúmulo tan denso de despropósitos, para haber hecho ya imposible mi respaldo en las urnas.
Del PSOE de Zapatero, el haber puesto nuestra inmaculada Constitución a disposición de los bancos alemanes para el ejercicio imperativo de su derecho de pernada, y además de la manera más equivocada e injusta posible (como luego han confesado sus autores): el austericidio.
Incluyamos también en el transcurso de estos años el fraude de los ERE que tanto malogra la estimación del PSOE como partido de trabajadores, y con ello cierto sindicalismo, resaltando la corrupción como elemento fundamental en este partido.
Del PSOE de Pedro Sánchez, aún en curso y por tanto susceptible de correcciones pero también de empeoramientos, no paso por su retraso de la edad de jubilación (sobre todo cuando podemos comparar con otros países de Europa), decisión que ha renovado aquella tradición neoliberal del PSOE de acometer con decisión, contra los derechos de los trabajadores y contra las conquistas sociales, lo que la derecha más derecha no se atreve.
Y también es para mí una línea roja que este Gobierno ha sobrepasado el no haber sabido afianzar realmente el derecho a la consolidación en el trabajo de los interinos de los servicios públicos españoles, estafados durante décadas. Habiendo producido una apariencia legislativa de compensación de esa estafa, ha otorgado a las autonomías (algunas con gobierno del PSOE) la capacidad de echarlo por tierra. Y efectivamente, estas lo han echado por tierra.
Observen que ni siquiera menciono al PP como posibilidad de destino de mi voto.
¿Es necesario explicarlo cuando todo el mundo conoce que estamos ante el partido más corrupto de Europa? Y no es una exageración ni una declaración extremista, sino una constatación.
En el contexto europeo un grado de corrupción que no llegue ni a la quinta parte del que atesora este partido, que se dice centrista (incluyendo la corrupción muy grosera de las cloacas), ha llevado a otros partidos a desaparecer del escenario electoral ante el rechazo frontal de sus votantes.
Que en eso debería consistir la eficacia civil del voto.