[dropcap]D[/dropcap]irectamente para muchos ciudadanos (vale decir personas) y desde hace mucho tiempo, la monarquía es incompatible con la dignidad humana, más o menos perfilada desde los tiempos griegos, y luego recuperada y renacida gracias a insignes pensadores del Renacimiento.
Renacimiento y Humanismo son términos simbióticos. De ahí que en ese tiempo de redescubrimiento del saber antiguo fueran tan frecuentes los tratados sobre la dignidad humana, y fuera tan ansiada y buscada también la sabiduría oculta en algunos monasterios, que nunca sabremos cuánto guardaron y cuánto perdieron (o destruyeron) de aquel ilustre tesoro.
Sobre este tema hay un libro apasionante:
«El giro (de cómo un manuscrito olvidado contribuyó a crear el mundo moderno)». Su autor es Stephen Greenblatt.
La monarquía, que tradicionalmente vive y medra de una relación parasitaria y opresiva con el pueblo, pervive, aunque sea residualmente, en algunos nichos mediante un afán continuo por deshacerse de su tufo medieval y de su irracionalidad congénita. Para ello el disfraz más logrado es el de «símbolo».
¿Pero símbolo de qué?
En algunos momentos históricos la monarquía fue símbolo de la relación jerárquica entre Dios y el hombre, y así los ciudadanos no tenían que elegir a su monarca porque ya lo había elegido Dios. Y viceversa: en no pocos casos, los ciudadanos no podían escoger a su Dios porque ya lo había elegido por ellos el monarca.
Teocracia y monarquía son también términos simbióticos, aunque no siempre bien avenidos porque lo que subyace a tanto símbolo trascendente es el vil metal, ese oro y ese poder terrenal y material que en no pocas ocasiones Papas y monarcas se han disputado en su competencia por ordeñar al rebaño.
Obvio es que la monarquía es símbolo también de infantilismo perpetuo en cuanto que estira la relación padre-hijo hasta sus últimas consecuencias y durante toda la vida, no solo individual sino a lo largo de las sucesivas generaciones, gracias a un mecanismo en que no solo se hereda el poder sino la servidumbre, es decir, se hereda a los siervos como un elemento más del patrimonio monárquico.
Vista así, la monarquía siempre será un símbolo tóxico y repelente para los espíritus más vivos y despiertos, algo así como el alcohol para las neuronas de carne y hueso que describió Cajal.
¿Y lo de Inglaterra?
Lo de Inglaterra se explica en parte por el espíritu gregario y servil (que no de servicio) que pervive en toda la Humanidad, de la misma manera que perviven los genes que construyen el coxis, ese rudimento de cola animal en el trasero del Hombre.
El caso inglés se explica también, claro está, por la génesis y la historia evolutiva de ese disfraz simbólico, claramente diferenciada de unos países a otros.
Es muy improbable que los ingleses establezcan algún nexo entre su monarquía y la dictadura o el fascismo (quizás porque no lo han buscado bien), pero en España ese nexo es conocido y evidente.
Nuestra monarquía siempre ha estado asociada a la Inquisición, a la persecución racial, a dictaduras, regímenes autoritarios, o directamente al fascismo. Y esto, como quien dice, hasta hace dos días, gracias a esa relación extraña entre Franco y Juan Carlos I.
Cuando Alfonso XIII vio que el monarca italiano sacaba un provecho (momentáneo) de su dictador Mussolini, él quiso tener su propio dictador y le vino bien (momentáneamente) echar mano de Primo de Rivera.
Hoy la monarquía ya no existe en Italia, pero sí en España. Esa diferencia se explica porque allí la guerra la ganaran los aliados y la democracia y aquí el fascismo.
He acabado de leer hace unos días el libro de crónicas del famoso periodista César González-Ruano, titulado «6 meses con los nazis», escrito al hilo del ascenso de Hitler al poder.
En ese libro, Ruano describe una entrevista con Alfonso XIII en el castillo de Metternich, donde estaba alojado y donde el monarca expulsado (también demérito) solía divertirse en ejercicios de montería.
A la vuelta de Ruano a Berlín, sus amigos nazis le interrogan sobre esa entrevista y sobre la opinión de Alfonso XIII con respecto a Hitler y el nazismo. Transcribo esas líneas (corría agosto del año 1933):
«¿Qué hace? ¿Qué dice? ¿Cómo piensa de todo esto?
Todo esto es el Nacionalsocialismo, es Alemania, es Hitler…
Cuando les digo que Alfonso XIII con quien he pasado el día en el Castillo de Metternich me habló en términos muy entusiastas del Canciller de la esvástica, mis amigos alemanes sienten orgullo que no se disimula.
Por culpa mía, algún periódico publicó esta noticia que más tarde don Alfonso daba espontáneamente por sí mismo.
Uno de mis amigos en los salones diplomáticos de Baviera en Berlín, dijo quizá sin pensar exactamente cuanto decía:
-También los reyes pueden alabar el fascismo…
-Y los Papas-le contesté sonriendo-”.
Sirva de contraste el famoso artículo de Miguel de Unamuno (un exiliado de la dictadura de Primo de Rivera) publicado en 1932 en el diario El Sol, que se titula, sin palabras, con el símbolo de la Esvástica.