Salamanca es una ciudad cuyo valor histórico y cultural nadie pone en duda. Pese a que muchos son los turistas y autóctonos que la visitan y contemplan sus calles y rincones, no todos conocen la ciudad charra a fondo, obviando multitud de lugares y detalles.
La guía turística Inés Criado Velasco ha expuesto a La Crónica de Salamanca aquellos lugares de la ciudad del Tormes que “no se cuentan en las guías” o que muchos pasan por alto cuando visitan o pasean por las calles salmantinas.
La ley del muro
Lo que actualmente se conoce como Plaza de Anaya, hasta la llegada de las tropas napoleónicas en el siglo XIX estaba llena de edificaciones. Junto al Colegio Mayor de Anaya (actual Palacio de Anaya) subía una calle que atravesaba lo que ahora se conoce como la plaza. Al parecer, una noche oscura, dos personas se cruzaron cuando uno subía y el otro bajaba, ambos apoyándose en el muro del Colegio para guiarse entre la oscuridad. Esto habría ocurrido en el siglo XVIII.
Tras encontrarse, ninguno quiso ceder el paso al otro. “¿Quién va?”, preguntó uno de ellos. “El mi deán de la Santa Iglesia Catedral”, respondió el otro, preguntando a su vez, “¿Quién va?”. “El mi rector del Colegio de Anaya”, respondió el primero. Ante la discusión y las voces entre ambos, que seguían sin ceder el paso al otro, los vecinos salieron a la calle, llamando a la autoridad de la ciudad. A su llegada se resolvió la disputa ordenando a los dos hombres que cada uno continuase su camino por su lado.
Sin embargo, debido a ese incidente, el Concejo de la ciudad decidió establecer la ‘Ley del Muro’. Dicha norma establecía que, en iguales circunstancias, la persona que debía ceder el paso sería la de menor edad, dejando pasar al de mayor edad.
El bobo de Anaya
En el siglo XV, el obispo Diego de Anaya Maldonado fundó el Colegio Mayor de Anaya, ubicado en lo que actualmente es el Palacio de Anaya, sede de la Facultad de Filología de la Usal. En un determinado momento, en dicho Colegio vivían 17 nobles con su servidumbre. También tenían un bufón que les servía como entretenimiento, y que se le conocía como el ‘bobo de Anaya’. Esta persona recibía alojamiento y comida a cambio de entretener a los nobles que vivían allí.
Una vez que terminaban todos de comer, lo que sobraba se lo daban a los ‘capigorrones’, también llamados sopistas y tunantes. Este grupo, conformado por los estudiantes de menor clase ha derivado en lo que actualmente se conoce como la Tuna, salvando ciertas distancias. Cuando aquellos estudiantes pobres iban a por las sobras que les daban, se decía: “Ahí van los sopistas a comer la sopa boba del Colegio de Anaya”. De todo esto viene el emblema actual de la Tuna de la cuchara y el tenedor de madera, que simbolizan la sopa boba.
Las esculturas de La Salina
Cuenta la leyenda que el actual Palacio de la Salina fue ordenado construir por el arzobispo Fonseca, con el fin de alojar allí a su amante gallega, María de Ulloa. Debido a que la nobleza se oponía a proporcionar la estancia de la joven amante, así como su establecimiento en Salamanca, Fonseca ordenó construir este palacio.
En el patio del palacio hay un balcón interior, que conecta los que habrían sido los aposentos de la gallega (nunca llegó a vivir en La Salina) con el resto del palacio. En la parte inferior de dicho balcón hay dieciséis esculturas en las que aparecen, monstruos en la parte superior y humanos, con expresión de dolor, en la parte inferior. Según la leyenda, el arzobispo ordenó esas esculturas para representar a las diferentes familias nobles de Salamanca que se habían opuesto a su amante. Así, cada vez que ella pasara por el balcón, ‘pisaría’ a los que se habían opuesto a que viviera allí.
La leyenda del copo de oro
Esta historia habría sucedido en el siglo XVI en la torre de la antigua puerta de Villamayor, con el hidalgo Don Íñigo como protagonista. Una noche por aquel entonces, los jóvenes de la nobleza salmantina estaban reunidos en casa de uno de ellos, bebiendo vino y hablando sobre fantasmas. Entre las historias que iban contando, uno de los jóvenes decía que su padre había visto una sombra en el cementerio, la siguió hasta el final del muro y, entonces, desapareció la sombra.
Tras ello, otro contó que, en la ventana de la estancia más alta de la Torre de Villamayor había visto a una mora muy bella. Pese a que los presentes no le creyeron, Íñigo sin miedo, como así le llamaban sí lo hizo y fue a comprobarlo. Cuando llegó, esperó a que los guardias se durmiesen y subió hasta la estancia que había mencionado su compañero.
Al llegar, un resplandor le cegó, se hizo la oscuridad y después vio a la mujer mora con un hermoso pelo y sentada ante una rueca, cogiendo unas hebras brillantes que se enrollaban en un copo de oro. Debido a la atracción que le generó, Íñigo se dirigió hacia el copo y trató de agarrarlo, sintiendo un fuerte pinchazo. Después se oyó un grito infrahumano que provocó que el joven saliera despavorido, rodando por las escaleras y dándose un fuerte golpe en la cabeza.
Cuando le encontraron al día siguiente le llevaron a casa malherido y su madre le curó. Sin embargo, desde ese momento le dieron por loco, ya que solo decía: “Era verdad, era verdad. Yo la vi, yo la vi”.