[dropcap]C[/dropcap]omo viene siendo habitual, Ignacio Sánchez Cuenca, un referente del análisis político en nuestro país, arroja en sus dos últimos artículos (El País) un poco de luz sobre nuestras perplejidades civiles.
Y es que la pregunta que se hace en esos dos artículos: ¿Qué les ha pasado a algunos de nuestros pensadores más visibles y conocidos? ¿Qué ha sido de ellos y por qué? nos la hemos hecho no pocos ciudadanos que compartimos la Transición, primero atentos y luego perplejos por la respuesta de estos guías espirituales a nuestras crisis de hoy, crisis que sin duda se merecen el calificativo de graves.
Y eso los que han dado alguna respuesta a estos desafíos, que otros, con mejor o peor criterio (cada cual es muy libre), se han puesto de perfil.
Respuesta en todo caso sorprendente e inesperada para muchos, por cuanto algunos de los que fueron en otro tiempo ariete de avances y progresos, hoy se muestran apoyando planteamientos claramente retrógrados.
Los hay que incluso se han apuntado, en plan dandy decimonónico, al tradicionalismo más rancio y ultramontano, aquel que parecía ya definitivamente olvidado y envuelto en las telarañas de la Historia.
Puede ser divertido si de lo que se trata es de pasar un rato ligero leyendo a Barbey D’Aurevilly, por ejemplo, pero tratar de recuperar esa momia seca del «tradicionalismo» para espantar nuestros males actuales, es algo peor que ingenuo.
Y es que, aunque ni son todos los que están, ni están todos los que son, la pregunta surge espontánea: ¿Por qué a muchos de los protagonistas políticos, mediáticos, intelectuales, de nuestra Transición, les ha dado por caminar -como titulaba Umberto Eco una antología de sus artículos- «A paso de cangrejo»?
Es decir, ¿por qué se muestran tan conservadores o incluso reaccionarios a la hora de dar respuestas innovadoras y reformadoras a las crisis severas a las que nos enfrentamos, unas veces sobrevenidas por una malhadada combinatoria, más o menos previsible, como ocurrió con la pandemia, pero las más de las veces arrastrados a ellas por el régimen del 78, cuyos elementos más visibles han resultado ser, en último término, su apuesta decidida por la corrupción institucionalizada, la compraventa de favores y silencios en el ámbito del poder, y la entrega ciega al dogma neoliberal?
¿No acometen los países de nuestro entorno reformas en sus sistemas políticos y Constituciones cuando detectan desperfectos graves y males ominosos, y sobre todo cuando constatan una corrupción omnipresente y extendida junto a un malestar que crece imparable entre los ciudadanos?
El análisis que hace el profesor Ignacio Sánchez Cuenca sobre este fenómeno involutivo, se centra mucho en sus características locales, es decir, en aquellas circunstancias que nos son propias y casi exclusivas como país condicionado por una Transición que a todas luces fue anómala e incompleta, tanto por su punto de partida (una dictadura fascista que duró 40 años) como por las condiciones a las que se vio sometida.
Recordemos por ejemplo la argucia confesada por Adolfo Suárez para meter a la monarquía de contrabando en todo ese proceso.
Tal contexto favoreció una Transición vigilada y mutilada, muy diferente a otras Transiciones que después hemos visto, sin tantas ataduras y cadenas heredadas.
Sin embargo, aparte de estos condicionantes «locales» que nos lastran como país, y que Sánchez Cuenca analiza con acierto, tanto en sus artículos como en sus libros, muchos creemos percibir una corriente más profunda, y por así decirlo de fondo, que cabe relacionar con el resurgir, sobradamente financiado, de un pensamiento ultraconservador o de ultraderecha que va de la mano, en su campaña expansionista, con el extremismo económico de raíz neoliberal.
Y lo hemos visto, por ejemplo, durante la crisis trágica de la pandemia, cuando algunos de estos faros de la razón se apuntaron a las tesis negacionistas e irracionales (en el fondo mentirosas) de Donald Trump, Bolsonaro, Abascal, y demás «filántropos» europeos, que supeditaron y sacrificaron la vida de muchos ciudadanos, por lo general la de los más desvalidos, al imperio del capital, y sobre todo al imperio de la sinrazón promocionada con objetivo político.