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Opinión

El campo

[dropcap]H[/dropcap]e vuelto a ver estos días (ya la había visto hace unos años) la película de Mercedes Álvarez «El cielo gira». He acabado de leer también estos mismos días un libro magnífico (en todos los sentidos) de Juan Antonio Muñoz Rojas, escritor malagueño, de Antequera, titulado «Las cosas del campo».

Podría decirse que son obras complementarias como nacidas de una misma sensibilidad y un mismo amor por la naturaleza y las gentes del campo. Tocadas ambas por la melancolía que produce la perdida (o la amenaza de esa perdida) de un bien valioso y muy especial. En cualquier caso son obras imprescindibles de nuestra mejor cultura.

Coinciden también en su aliento poético, quizás el único aliento que puede enfrentar con éxito los esquemas financieros y tecnológicos que nos maltratan y deshumanizan a pasos acelerados.

Ambas obras giran en torno a la pérdida, la despoblación (en la película de Mercedes Álvarez la despoblación de un pueblo soriano), la nostalgia y el recuerdo de otros tiempos y otras vidas, a partir de su rescate en la memoria o de su reconstrucción a partir de aquello que aún queda. Las fotografías, la memoria de los que lo vivieron…

Y menos mal si aún queda campo, paisaje, espacio natural.

Si aún queda eso, el futuro es posible. Si ya no queda ni eso, el futuro es más oscuro.

Por alguna razón, esa nostalgia que inspira estas y otras obras de arte, no nos parece a algunos una manifestación de impotencia, ni tampoco una despedida definitiva.

No la quisiéramos ni la vemos así, sino muy al contrario la vemos o la interpretamos como una respuesta vital, un impulso imperioso hacia la recuperación -ya casi por necesidad de supervivencia- de aquello que nos falta a partir de la conservación de aquello que aún queda. Conservación en un primer momento, para intentar la recuperación de un equilibrio más completo después.

O todo al mismo tiempo, porque la necesidad urge.

Y quede claro que aquí, aunque nos refiramos a lo que posee categoría de esencial y naturaleza de raíz, no hablamos de ciertas «tradiciones» (las hay muy diferentes y contrapuestas) o identidades configuradas según intereses discutibles y variables, sino de algo más profundo y permanente que conecta con aquello que nos nutre y que amenaza con perderse de forma irreversible. Algo que echamos de menos de forma casi instintiva si nos falta, y ello porque forma parte esencial de nosotros mismos, de nuestra naturaleza y nuestro entorno, no solo necesario sino insustituible por ningún artificio.

Si otros y en otro momento pudieron decir: «La salvación procede de los judíos», nosotros podemos vaticinar en este tiempo nuestro, tan asediado y vapuleado por todo tipo de crisis, que «la salvación vendrá del campo», de eso que de forma amplia y simbólica entendemos por «campo». O si se prefiere decirlo de otra forma, de una naturaleza conservada.

Todo lo que no se dirija por ahí, se dirige hacia un callejón sin salida.

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