[dropcap]N[/dropcap]ietzsche habló del «eterno retorno de lo mismo». En España ese mito (quizás una realidad) se concreta en Sanxenxo. Y es que tropezamos una y otra vez, cíclicamente, en la misma piedra, en el mismo servilismo infame hacia quienes nos engañan, estafan, y roban.
Sin embargo y dicho esto, cuando crees que España (halagadora de corruptos y consentidora de sus robos) tiene poco remedio, como lo tiene malo también encontrar médico o que los servicios públicos sobrevivan tras tanto desfalco y saqueo continuado a cargo de sus «élites»; cuando ya te ves asistiendo, mal que nos pese, a la romería (viva las cadenas) de la vuelta del emérito a hombros de cortesanos beneficiados (los menos) y vasallos perjudicados (la inmensa mayoría), levanta el ánimo y sostiene la esperanza comprobar que siguen existiendo
ciudadanos razonables -y no son pocos- que ni son siervos ni son serviles, y que, conscientes de su responsabilidad y defensores de su libertad (los vasallos y siervos nunca lo serán), protestan.
Lo más cómico es cuando sus forofos y beneficiados (que siempre son los mismos en todo poder constituido) nos dicen que este señor, exjefe de estado emérito y corrupto, no tiene ninguna causa pendiente con la justicia, como no la tenía Nixon, y esperan que su argumento sea convincente desde el punto de vista ético y civil,
siempre considerando el estado de nuestra justicia, que obviamente, y más en este asunto, es intachable.
Hay quien dice, agarrándose a un clavo argumental bastante flojo (desviar la atención se llama esto), que la ejemplaridad del emérito ha sido nula en su «vida privada».
A muchos españolitos de a pie, que aún cultivamos y defendemos la libertad, el sentido común y la democracia, la vida «privada» de los demás, incluido el emérito, nos importa un comino. Lo que nos importa, y mucho, es la nula ejemplaridad, o si se prefiere el mal ejemplo de la vida «pública e institucional» del demérito como figura representativa de un país.
Y esto por dos razones: primero porque demuestra que no todos somos iguales ante la ley (cosas de la monarquía). Y segundo porque es una fuente «autorizada» de contagio de la corrupción desde las más altas instancias (cosas de la monarquía también y de la vida cortesana que la rodea).
O sea, que sí, que España tiene remedio, como siempre lo tuvo, a través de la educación y las urnas.
Y es que es a través de las urnas como hay que designar al jefe de Estado de un país democrático, en función de sus cualidades y méritos, y no como consecuencia obligada de una herencia ciega.