[dropcap]L[/dropcap]a influencia cada vez mayor de Díaz Ayuso en el PP nos produce a algunos una doble sensación. Por un lado una sensación de espanto, porque la lideresa madrileña representa lo más turbio, grosero, e irracional de la política posmoderna, fiel a la línea marcada por Donald Trump, que a través de la demagogia, la mentira, el enfrentamiento maniqueo entre los ciudadanos, y el patrioterismo enano, recuperó en USA y por extensión en Occidente, un «estilo» manipulador y nacionalista de vía estrecha que no se veía desde los tiempos de Mussolini, Hitler, y Goebbels, con su epígono cutre (que también acabó mal) representado por el extraño caso del senador McCarthy y su famosa «caza de brujas».
Sí además se deja que el condimento de VOX contribuya a este potaje, se buscará enseguida un chivo expiatorio al que endosar la culpa de todos los males, bien en la persona de los emigrantes o quizás de los ecologistas, que al igual que ocurría en la propaganda franquista, se pintarán con faz horripilante, cuernos y rabo, casi como si asistiéramos a una escuela de párvulos.
El estilo “innovador”, infantiloide, y contagioso de Donald Trump, ha merecido un nombre, y cuando hoy se habla de «trumpismo» se piensa inmediatamente en Bolsonaro, Boris Johnson (que ya completó su ciclo nocivo), o en Díaz Ayuso (que aún lo ha de completar).
Podría concluirse con bastante acierto que esa deriva involutiva de nuestra posmodernidad, hasta recalar en personajes de la talla de Donald Trump, impensables no hace tanto, no habría sido posible sin una fase intermedia y preparatoria marcada por el extremismo «sin alternativa» de Ronald Reagan y Margaret Thatcher, que pusieron los cimientos de muchos de los desastres que hoy arrastramos, empezando por la estafa financiera de 2008, que aún colea en su largo e inacabable austericidio, y el resurgimiento sorprendente del neofascismo en Europa, el continente que protagonizó con sus extremismos, fascismos, y muertos, la segunda guerra mundial.
Va fallando la memoria.
Frente a la sensación de espanto y malestar por estos hechos, que tanto nos recuerdan al peor pasado, toma forma también una sensación de alivio que procede igualmente del pasado y su enseñanza.
Se suele decir que no hay mal que cien años dure, un plazo que se nos antoja demasiado largo, aunque no llegue a los mil años con que Hitler amenazaba para la duración de su imperio germánico. Lo suyo duró bastante menos, aunque duró lo suficiente para que el destrozo fuera inmenso.
La Historia, que a veces es piadosa y acorta los males, nos dice que este tipo de fenómenos extremos que normalizan el disparate, donde la actuación y la farsa juegan su parte, y que se nutren de manipulación y mentira, tienen, como esta última, el recorrido corto y no suelen acabar bien.
Mientras tanto nos toca ser testigos de lo que acontece, a la espera del desenlace, y contemplar, mientras este llega, como en esa relación extraña entre Feijóo y Ayuso, que tanto nos recuerda a la del Doctor Jekyll y Mister Hyde, el primero, Feijóo, se va desdibujando y va teniendo fallos de memoria, al mismo tiempo que la señora Hyde se hace fuerte a expensas de su compañero inane.
Que ese «mientras tanto» no se nos haga demasiado penoso, porque se empieza prohibiendo que científicos eminentes como Miguel Delibes De Castro hablen sobre Doñana, y se acaba declarando que los científicos son brujos maléficos que se van de aquelarre con sanitarios y ecologistas.
Dos recomendaciones de lecturas oportunas para las presentes circunstancias:
«La Tierra herida ¿Qué mundo heredarán nuestros hijos?», de Miguel Delibes, escritor insigne, y su hijo, biólogo de reconocido prestigio, Miguel Delibes de Castro.
«El mundo y sus demonios. La ciencia como una luz en la oscuridad», del añorado Carl Sagan.