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Opinión

¿Por qué tengo que votar?

Votaciones en un colegio de Salamanca capital, en las municipales de junio.

[dropcap]M[/dropcap]ás allá del primigenio planteamiento marxista de tipo economicista Gramsci describió el Estado como una superestructura, un inmenso con­junto de instituciones con capacidad para modelar a la sociedad ci­vil, el ámbito privilegiado donde tienen lugar las luchas políticas más decisivas, incluyendo la lucha de clases y, en la actualidad, también la feminista o la lucha contra el cambio climático. En ese marco el gobierno es solo una parte y su “acción política” se enfrenta dialécticamente con esas otras partes de la superestructura, especialmente el poder económico (que no precisa sentarse en los consejos de ministros para determinar el devenir político).

 

Es obvia la impotencia de un gobierno para implementar un mandato de sus electores que atente contra las bases materiales de los poderes económicos nacionales o globales (como la propia Unión Europea). Por eso los partidos políticos de izquierda limitan el alcance de sus propuestas hasta los límites que “puede permitir el sistema” en cada momento concreto.  Para vencer ese marco Gramsci pedía a las fuerzas populares “hacer más y más política”, es decir, luchar por la hegemonía en el complejo mundo de la sociedad civil.

En las democracias occidentales el gobierno se elige por los ciudadanos a través del voto. ¿Es el voto y el gobierno que de él se deriva un instrumento incapaz de marcar el devenir del Estado? ¿Sirven entonces para algo las elecciones? ¿Tiene sentido votar? No cabe duda que en las democracias liberales existen limitaciones que restringen sistemáticamente las opciones políticas populares y el valor individual y colectivo del voto.

La democracia se basa en un principio fundamental “un hombre: un voto”, y una suposición, que todos los votos tienen el mismo valor; sin embargo, hoy en día, la base sobre la que se sustentan los sistemas políticos “democráticos” tiene tal cantidad de condicionantes que la la verdadera esencia democrática no solo está condicionada, sino que está desvirtuada. A continuación, analizaremos algunos de esos condicionantes.

Primer condicionante: las leyes electorales. En las sociedades modernas complejas la esencia democrática se somete a un criterio político que es la gobernabilidad y, en función de este criterio, se establecen leyes electorales como la Ley D´Hondt que condicionan el resultado electoral primando los partidos mayoritarios y penalizando a los minoritarios, dificultando cualquier posibilidad de cambio mediante nuevos partidos.  A ello se añaden otras particularidades como que los partidos que no alcanzan el 5% de los votos no obtienen representación parlamentaria, justificando las llamadas al voto útil por parte de los mayoritarios. Este tipo de medidas tiran al cubo de la basura los votos de miles y miles de ciudadanos y tienen como objetivo dificultar cualquier cambio en el statu quo vigente.

Segundo condicionante: la desinformación. Además del impacto de las distintas leyes electorales existen otros poderes del estado que resultan condicionantes y que actúan en el mismo sentido. Uno de ellos es la información y la opinión publicada, es decir la que crean los medios de comunicación que, obviamente, no son neutrales. La información y la opinión nunca son objetivas, tiene un sesgo que viene determinado por las empresas periodísticas que están ligadas a los poderes económicos cuyos intereses defienden rigurosamente. Desde hace tiempo y, en particular en esta campaña, estamos asistiendo a un espectáculo bochornoso al respecto. Periodistas que manipulan, mienten descaradamente o difunden bulos a sabiendas sin ruborizarse. Este sometimiento del pensamiento y la práctica periodística a las directrices de la empresa dueña del periódico se lleva por delante otro pilar de un estado democrático que es la libertad de prensa.

Tercer condicionante: los programas de los partidos. Los programas han dejado de ser instrumentos promotores de cambios desde el gobierno a través de su intervención en la sociedad civil mediante propuestas concretas, realizables y con un cumplimiento verificable (única forma de poder pedir cuentas durante o al final de una legislatura). No importan los programas, lo que importan son las técnicas de marketing publicitario basadas en eslóganes, la mayoría de ellos vacíos de contenido real.

Los eslóganes son unidades lingüísticas que invitan a actuar utilizando fórmulas publicitarias sucintas en los que predomina el valor expresivo sobre el conceptual para hacer llegar a los ciudadanos el mensaje concreto: vote a fulano de tal, o incluso para desincentivar el voto. Su finalidad no es tanto el rigor ni el convencimiento mediante argumentos (el programa) sino la activación de las emociones del votante, que sentirá empatía o rechazo por el candidato o partido y votará en consecuencia con sus emociones más que en defensa de sus verdaderos intereses.

Esto es exactamente lo que está sucediendo en la actual campaña electoral donde personas o colectivos que se han beneficiado, incluso que han sobrevivido, gracias a medidas que afectan directamente a su vida como los ERTE, las políticas de empleo, la subida del salario mínimo o de las pensiones, parecen predispuestas a votar en contra de los partidos que las han implementado, o incluso están dispuestos a votar a partidos que han limitado sus derechos (educación, sanidad,…), al haber sido seducidos por emociones o por eslóganes vacíos de contenido e incluso por bulos.

Un parte importante de los electores votarán embaucados por estos eslóganes y hay otro grupo no menos importante que, ante esta degradación democrática que minimiza la importancia del voto y del futuro gobierno, o bien porque se sienten realmente traicionados, optarán por no votar, por abstenerse.

Sin embargo, la abstención es otro de los mecanismos del sistema para controlar el poder ciudadano. Es obvio que votando solo no vamos a conseguir modificar las bases de un sistema económico, social y políticamente injusto, pero no es menos obvio que en este momento es preciso votar para evitar la deriva antidemocrática que está teniendo lugar en España y en Europa. En el caso de España están en juego, además del estado del bienestar (empleo, sanidad, educación, vivienda, …) valores y derechos democráticos básicos.

Por eso es importante, como decía Gramsci, hacer “más y más política”. El 23 de julio, dentro de una semana, es preciso votar masivamente, es preciso llenar las urnas de votos. Tiempo habrá después para que los ciudadanos podamos formular a esos partidos que nos han decepcionado profundamente, y a los que vamos a votar sin entusiasmo, incluso con una pinza en la nariz, una crítica política, todo lo inmisericorde que consideremos, para conseguir que reformulen sus actitudes y sus políticas. Eso será después, ahora hay que votar porque es mucho lo que está en juego, incluso esta democracia imperfecta que sufrimos/disfrutamos.

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