Existen términos cómicos en la lengua que te permiten mantenerte al margen, convertirte en conocedor de certezas o pusilánime dictador con solo peinarle o no tupé a la vocal del título. Ya ves, el poder de una tilde. Parece mágico que hayamos decidido estar de acuerdo o aceptar y entender los matices que se nos han planteado sin planteárnoslo demasiado…
A veces, a ratos, con tiempo para hacer nada, me visitan ideas de este tipo, sin gran valor intelectual o científico, pero siento como si acabara de descubrir el gran secreto de nuestra especie. En realidad son obviedades, tan obvias que no les hace falta buscar escondite, directamente pasamos de ellas.
Entrometiéndome en la cita a la que cada día acuden el sol y la arena con el Atlántico como Celestina tuve una de ellas (ideas, reflexiones). Tocó la puerta con forma de certeza, sé que viene fantásticamente bien parar. Lo sé, no me cabe ninguna duda. Sé que hay que buscar cerezas, no solo lentejas, ya que las segundas sin las primeras, alimentan pero ni endulzan ni rematan la comida con postre. Lo sabía. Estaba completamente seguro.
Ahí se enredó el hilo. Unas poquitas olas después ya no lo estaba. No de saber. Creía saberlo. La exposición al sol, evidentemente, estaba siendo más intensa de lo habitual, pero no parecía suponer motivo de alucinación. Era un pensamiento sencillo.
Qué pocas cosas sabemos de verdad. De esas pocas, una mayoría encajan siempre mejor si van precedidas por el verbo creer. ¿Sé cómo llegar a la Praia das Maças? No, pero creo que llego fijo, porque sí sé leer carteles mientras conduzco e interpretar el navegador. Not a big deal. ¿Y si parto desde otro lugar? Creo que sí, aunque no sabría decirte dónde está exactamente.
¿Sabemos, por ejemplo, tratar con las personas? Por lo general, sí. Pero con unas mejor que con otras, es decir, no siempre. ¿Sabemos, por ejemplo, leer en portugués? Con paciencia, dificultad y un acento lamentable, sí, seguro. Entender lo que expresan esas palabras o el matiz que proporciona una tilde, es otra cosa.
Hacía calor y el océano guiñaba su ojo con picardía. Ven a refrescarte… Granuja. Era agua dulce, tan fría que la sal caía en grandes cristales hasta el fondo. Conseguí meterme, entero, pero sin perder de vista ni echar de menos el calor que desprendía la arena a solo unos pasos.
Ya lo sabía. El Atlántico es bravo y frío, nada que ver con la piscina de meseta a la que voy a nadar, templada y vacía a primera y última hora del día. Aun así, fui. Y volvería.
Otra pequeña e insignificante cosa que sé.
Nota. Ahora mismo, dudo de si existe el debate académico de acabar con la tilde en este caso, permítaseme el viaje temporal en caso de que así sea.