Quizás el Ayuntamiento de Salamanca con ayuda de la Junta de Castilla y León y el Ministerio de Cultura debieran comprarla para destinarla a ese lugar mágico en el que se cuentan todas nuestras historias medievales, del Renacimiento y aún más cercanas. ¿Hablamos? y para eso lo justificamos con algunas de ellas…
Perdonad que no sea breve…pero cinco siglos nos esperan y es que hay casas que cuentan increíbles historias que las encontrarás ciertas habites o no en ellas.
Y así, un día, nuestros pies nos llevaron a la mismísima Casa de las Muertes en el corazón de la Ciudad dorada, que a partir de ahora, mejor debería ser llamada del amor y la muerte. Eros y Tanatos, y es que tiene cuatro veces más amorcillos que calaveras. ¿No lo crees?, pues te acompaño a verlas.
Cuentan que dicha casa fue mandada construir por el Arzobispo Fonseca al gran arquitecto Juan de Álava, el mismísimo que construyó los siete enigmas de la Universidad de Salamanca, pero el eclesiástico nunca llegó a vivir en ella.
Desde entonces, quien la habita, cadáver o muerte encuentra.
Los primeros en encontrarse fueron dos cadáveres sin cabeza que bien pudieran haber pertenecido a la familia de los Manzanos, aquellos nobles que mataron a los hijos de María la Brava y esta personalmente se encargó de llevarlas –insisto, solamente las cabezas- en ofrenda a la Iglesia de Santo Tomé, justo donde reposan los hijos de los Enríquez. Que la vida de un Enríquez bien vale la de dos Manzanos. Siglo XVI.
Pero no terminan en ella las muertes. Cuentan que la familia Manzano, al haberse encontrado allí los cuerpos de sus hijos, compraron la casa y al hacer unas obras se encontraron otros tres cadáveres que bien pudieran ser los de dos criados infieles a Doña Elvira, la pretendida de Don Diego, otro noble que no entendía que el no, es no. Este último se sirvió de dichos criados para llegar una noche a los aposentos de Doña Elvira y el padre lo descubrió.
Don Diego huyó y se acogió a confeso, pero los criados pagaron con su vida. Siglo XVII. En aquellos tiempos no había aquello de “daños colaterales”.
Más adelante Doña Mencía, bella y tierna joven que había sido educada en el mismísimo convento de las Ursulinas, fue adoptada por la familia noble que aquí vivía. Otro joven, que también respondía al nombre de Diego, y que por allí paseaba a diario, quedó prendado de ella y ella aún más de él. Como la dama era noble y Diego no tanto, sus padres no permitieron estas relaciones.
La dama quiso fingir su muerte para escapar y bebió un preparado que en la ciudad era famoso por sus efectos somníferos pareciendo en verdad un cadáver. Pero tuvo el infortunio de ser velada en caja cerrada si aire, y la pobrecilla falleció. Diego, cuando se enteró, entró armado hasta los dientes para matar al mentor y el padre de Mencía, que era más ducho en armas, le dio muerte en sangriento combate. Para tapar sus pecados mortales, los padres enterraron en el sótano a Mencía, y a Diego, un poco más abajo. Amor y muerte en el siglo XVIII.
Llegado el siglo XIX, una rica viuda que había comprado la casa, fue asaltada por malandrines y cayó por la escalera encontrando la muerte. Los mismísimos bellacos la escondieron en la buhardilla y huyeron.
Su cadáver fue encontrado al principio del siglo XX en una rehabilitación completa de dicho inmueble.
No es de extrañar que el gran escritor Pedro Antonio de Alarcón en su visita a Salamanca se fijara en ella:
«Esta es la casa de las muertes,
no llamen, que no vive nadie,
¿y por qué no?,
por que en ella hubo siete muertes»
…y otras muchas que vendrán, que lo que mal empieza, peor puede terminar.
Y así, antes de que el siglo XX llegara a su ecuador, un banquero y empresario muy conocido de Salamanca la compró y al no aparecer durante varios días fueron a buscarlo y encontraron su cadáver, unos dijeron que falleció por los disgustos económicos y otros que se suicidó al perder su banco y su periódico.
Quien esto escribe, a la edad de doce años, y ya pasado el medio siglo, vio su puerta abierta y la infancia y el atrevimiento hicieron el resto. Allí había una calesa negra, tirada por un caballo de crines negras como el azabache, estaba preparada y portaba una caja de nogal. Asustado salí corriendo a todo correr, sin mirar atrás. Muchos días pasé en casa encerrado hasta que todo pasó sin contárselo a nadie. La juventud del momento decía que quien osara entrar sin permiso podría quedar allí atrapado para siempre.
Ahora, cuando han pasado más de cincuenta años, he vuelto a pasar por la puerta, pero no se me ha ocurrido mirar y menos entrar. La Casa de las Muertes parece muerta, con errajes custodiándola, pero si alguien la abriera sin permiso bien pudiera quedar allí hasta que su cadáver por otro fuera descubierto.
¿Salvamos entre todos la Casa de las Muertes?
Por. José Luis Salamanca